Pink Floyd: un viaje psicodélico de 50 años
Una gran exposición en Londres repasa la vida y "restos mortales" de la mítica banda
En una carta de 1965, rescatada en las primeras vitrinas de la exposición que el Victoria & Albert londinense dedica a Pink Floyd, Syd Barret informa a su novia de los modestos avances en el grupo que acaba de montar. Habían adquirido por 20 libras una furgoneta Bedford negra para transportar el material a los conciertos. “Han pintado una raya blanca en la furgoneta y se ve bonita con nuestro nombre”, explica. “No se puede ver el nombre porque es demasiado pequeño. Tampoco se me puede ver a mí porque estoy en la parte trasera”.
La misiva introduce al visitante en el enigma de Pink Floyd. Una banda que ha vendido 300 millones de discos, un auténtico icono cultural del siglo XX, cuyos miembros, en palabras de Aubrey Powell, fundador del equipo de diseño Hipgnosis, responsable de sus famosas portadas, se las apañaron para ser “invisibles como individuos”. Huyeron de la notoriedad fuera del escenario y, subidos en él, ya se ocultaban tras psicodélicas proyecciones antes de levantar literalmente un muro entre la banda y su público con The Wall (1979).
Por eso la exposición, con la que el museo londinense busca repetir el apabullante éxito que cosechó la que dedicó a David Bowie en 2013, saciará la curiosidad de los fans de la banda con más de 350 objetos: cartas, libros, pósteres, fotografías, instrumentos y todos los fetiches imaginables. Los meros aficionados podrán comprender también, a través de ambiciosos montajes audiovisuales, cómo la extraña química entre Roger Waters, Richard Wright, Nick Manson, Syd Barret y, después, David Gilmour, alteró el paisaje cultural británico y, por extensión, planetario. “Su impacto en la música, la escenografía, el diseño, la contracultura, la política y la tecnología lo convierten en material idóneo para el Victoria & Albert”, reconoce Victoria Broackes, comisaria de la muestra que tiene el subtítulo de Sus restos mortales.
A través de una recreación de la furgoneta Bedford el visitante entra, como Alicia a través de la madriguera, en el Londres subterráneo de finales de los sesenta, donde Pink Floyd aspiraban al título de reyes de la psicodelia descargando composiciones de veinte minutos como banda residente del club UFO. Así empieza un recorrido cronológico que alcanza la cumbre con Dark side of the moon, de 1973, uno de esos álbumes que consigue capturar y, a la vez, enunciar el espíritu de un tiempo. Un disco que en la actualidad, según se informa, sigue vendiendo 7.000 copias cada semana. El visitante es invitado a reflexionar sobre la grandeza del artefacto en una sala oscura decorada con una especie de holograma de la mítica portada de la pirámide y el prisma de luz.
Para mantener el climax, los comisarios han repartido por el resto de salas fetiches de indudable efectismo, como una reproducción de nueve metros de altura de una de las chimeneas de la estación eléctrica de Battersea, inmortalizada en la portada de Animals (1977), a la que se accede a través de un agujero en el muro que rinde homenaje al mítico álbum de 1979 del que se rescata, también, el siniestro y mastodóntico profesor hinchable que flotaba en los conciertos de la histórica gira de The Wall. Para recordar que hubo fenómenos culturales que no les idolatraban precisamente, en una esquina aparece Johnny Rotten [cantante de Sex Pistols] con su camiseta de “Odio a Pink Floyd”. Todo ello, sumado a la luz tenue y a la audioguía musical que salta automáticamente según se acerca uno a cada pieza, convierte muy apropiadamente la experiencia en algo parecido a uno de esos viajes psicodélicos que alimentaron la imaginación de un grupo irrepetible.
Nostalgia de los años dorados
La exposición marca el 50 aniversario del primer álbum de Pink Floyd, The Piper at the Gates of Dawn, grabado en los estudios de Abbey Road mientras los Beatles registraban su Sgt. Peppers en la habitación de al lado. La exposición, por eso, destila nostalgia a un tiempo pasado. Un tiempo en el que los grupos contaban con medios ilimitados, proporcionados por una industria alimentada por las ventas millonarias. No había límite de horas en el estudio ni ideas descabelladas para los directos en ese periodo dorado que duró 25 años. "La máxima de Pink Floyd era: primero el arte y luego el dinero", explica Aubrey Powell. "No conozco a nadie estos días que pueda decir que primero es el arte y luego el dinero, sencillamente porque el dinero ya no está ahí".
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