Avispas y pesadillas para reflexionar sobre la normalidad
'El nido', de Kenneth Oppel, es una novela juvenil que trata sobre la enfermedad, el sacrificio y la lucha con uno mismo
Lo realmente aterrador es la perfección, desgastarse buscando una normalidad que no existe. Mucho más que las peores pesadillas. En la fábula que ha compuesto Kenneth Oppel (Port Alberni, Canadá, 1967) un niño, Steven, está acurrucado en la cama y, en sueños, ve una luz mortecina, alas que baten. Una voz que no sale de boca alguna le habla. Él cree que son ángeles. Diez días antes había nacido su hermano pequeño, un bebé al que teme llamar por su nombre. Porque tiene una dolencia congénita y no está seguro de si vivirá mucho. Esos querubines de fotones, avispas en realidad, le ofrecerán salvar al bebé. El nido (Gran Travesía) es una novela perturbadora en la que lo cotidiano se vuelve espeluznante, una trama dirigida a lectores jóvenes en la que se tratan temas severos como la enfermedad sin edulcorantes y que llama a cuestionarse qué es lo normal y qué valor tiene.
Oppel tardó diez años en dar cohesión a los fogonazos de los que nació su novela. Sabía que quería un nido de avispas, y lo imaginó con una forma casi uterina. “Algo tenía que albergar, algo tenía que crecer dentro”, cuenta el escritor. Sabía que incluiría a una niña que mantiene conversaciones frecuentes por teléfono en las que aparentemente no hay nadie del otro lado del hilo. “Lo hacía mi hija cuando era más pequeña, y cuando su madre o yo le preguntábamos con quién hablaba repetía con rubor: Nadie, nadie”. Y en su experiencia se basó también para crear a Theo, el bebé enfermo alrededor del cual gira todo. Oppel tiene un hijo con síndrome de Down. Ahora tiene 11, pero cuando era un recién nacido se quedaba mirándolo y meditaba sobre ese fino estrato de lo que consideramos normal y en cuantísimas cuestiones se quedan por debajo, por encima o simplemente no encajan. “Charlo bastante con chicos de colegio y siempre les pido que me digan qué creen que pensaría de ellos alguien que fuera perfecto; si podría entenderles, si no consideran que los miraría como si fueran juguetes rotos cuando se sintieran solos, cuando estuvieran tristes o si tuvieran alguna enfermedad”, explica defendiendo la tesis del libro. Tras una maduración tan larga, cuando lo tuvo claro escribirlo fue febril. Tardó solo seis semanas y dice que, en parte, a ello se debe esa atmósfera de pesadilla. Está seguro, sin embargo, de que solo los adultos pasarán miedo al leer el resultado. “Los niños perciben todo de forma distinta, en su mundo caben creencias que nosotros ya hemos desterrado: el bien y el mal son términos absolutos, hay magia, monstruos y la gente se muere sin que sea un trauma. Los sobreprotegemos cuando se trata de dar malas noticias”.
Él, Oppel, fue un niño vapuleado por ataques de ansiedad, una ansiedad de la que nunca habló con nadie para que no lo vieran como un bicho raro y que terminó por aislarlo. Por eso Steven, el narrador de El nido, visita al psicólogo. “Hay que normalizar la terapia. Si los niños se dan cuenta de que esas cosas suceden dejan de presionarse más”. De nuevo, el peso de perseguir ser “normal”.
Para hablar de referentes Oppel se acuerda de las fábulas clásicas, de cómo los cuentos de siempre se parecían poco a las versiones amables que permanecen, de su carácter moralizante o reflexivo. También de dos autores contemporáneos, el británico Neil Gaiman, creador de la afamada serie de cómic The Sandman,así como de las novelas juveniles de Coraline, que la crítica definió como un cruce entre Alicia en el País de las Maravillas y Stephen King; y M. T. Anderson, americano que creyendo hacer ciencia ficción hace 20 años, en Feed, describió a una sociedad perpetuamente conectada a Internet a través del cerebro. En ninguno de sus numerosos libros anteriores Kenneth Oppel, dice, había contado con un trabajo gráfico como el que Jon Klassen aporta a El nido. Los dibujos de Klasser, artista que creció a los pies de las cataratas del Niágara, no sirven para ilustrar la historia. No sale una sola cara, ni un rasgo de ninguno de los personajes, y sí estampas de una quietud siniestra. Oppel los define como “arte mudo”.
Babelia
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