Andy Warhol y su muerte como situación embarazosa
El gran artista del pop, que falleció hace 30 años, fue la conciencia misma de lo contemporáneo, el vértigo de la reproducción infinita que ni la muerte detiene
“Nunca he entendido porque al morir no desaparecemos y todo sigue igual que antes sólo que nos estamos ahí.” Escribe Andy Warhol en América , un texto elocuente aparecido en octubre de 1985, relato deslumbrante en su forma de abordar ideas trascendentales de lo contemporáneo tras un estilo aséptico, casi frívolo a ratos. La muerte es descrita en estas páginas como una situación embarazosa porque alguien debe hacerse cargo de todos los detalles -el cuerpo, organizar el entierro, elegir el ataúd, el funeral, el cementerio, la ropa, buscar a la persona que se encargue del arreglo y del maquillaje. “Te gustaría ayudar y hasta te gustaría ocuparte en persona de la mayoría de las cosas, pero estás muerto y no puedes. El caso es que te has pasado la vida tratando de ganar el suficiente dinero para cuidar de ti mismo y no molestar a nadie con tus problemas y al final acabas echando el peor problema a la espalda de otra persona.”
Eso mismo ocurría el día 22 de febrero de 1987. Warhol se moría en un hospital neoyorquino después de una operación rutinaria y su familia tenía que ocuparse de los molestos detalles que genera la muerte y hasta de interponer una demanda por negligencia. Había muerto de una forma tonta precisamente él, testigo superviviente de su primera y espectacular muerte tras el ataque de Valerie Solanas en 1968 –porque tenía demasiado poder sobre ella y del que sólo guardó las cicatrices que muestra en la foto de Avedon-; incapaz de decidirse a morir ese día porque no hubiera soportado una muerte de segunda plana en el momento del asesinato del senador Kennedy. Nunca se arrepintió lo bastante de no haber muerto entonces: “Si hubiera muerto ese día hoy sería una figura de culto”.
Tal vez por haber sentido sobre el cuello el aliento, gélido y trascendental, de la muerte cuando viene por nosotros, Warhol siempre la trató de mantenerla a raya, exorcizada en sus escritos y hasta en unos autorretratos que, al cumplir los cincuenta, eran desbordados entre una calavera –por si acaso. O incluso aparente repetición de poderosas sombras que, como un juego de vanitas, nos recuerdan a cada paso cómo, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, al dejar este mundo alguien deberá ocuparse de los cabos sueltos que van quedando cuando desaparecemos. Y en el caso de Warhol los cabos fueron muchos: subastar su colección inmensa, hacer visitas guiadas por su mansión vacía, pelearse por la herencia y rapiñar objetos incluso –dicen las peores lenguas. Más aún: abrir las infinitas cápsulas de tiempo -cajas donde iba guardando y lacrando los retales de su vida- conservadas en su museo de Pittsburg, que añadían trabajos extra al irremediable tras el tránsito: deshacerse del cuerpo. Al final sí quería trascender.
Por eso la muerte misma de Warhol resulta tan significativa treinta años después. Porque Warhol que, según Glenn O'Brien hizo cuadros, dibujos, esculturas y películas; que escribió una obra de teatro, una novela e ilustró un libro de cocina; que actuó en películas, un night club, creó una revista, dirigió anuncios para la televisión y apareció en ellos; que fue modelo y el manager de Velvet Underground, dictando modas y exclusiones desde The Factory – el universo paralelo donde creaba un mundo a su imagen y semejanza-, fue mucho más que el inventor del artista como performer. Mucho más que el artista conceptual que se parapetó tras la pintura de corte –o todo lo contrario- y mucho más que un bluff, un delincuente y un millonario y una nariz mal operada y una lata de sopa Campbell o un rostro de Monroe que parecen repetirse aunque no haya dos iguales. Warhol fue la conciencia misma de lo contemporáneo, el vértigo de la reproducción infinita que ni muerte detiene, aunque la fragilice y la haga más grave.
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