Siempre nos quedará Siberia
Aventuras del indio Porter y el catalán Vico en el inhóspito territorio boreal
Tengo varios amigos en Siberia, verdaderos y literarios. El cazador Dersu, claro, y el más conspicuo de todos, por supuesto, Miguel Strogoff, de Omsk, el verdadero correo del zar. Aunque hace tiempo que ha vuelto, parte de otro buen amigo, Colin Thubron, permanecerá siempre en Siberia (y nosotros con él): nadie nos ha explicado cosas tan maravillosas como su historia de la campana desterrada a esa región inhóspita por el zar Boris Gudonov en castigo por haber llamado a la insurrección, o lo de que hace tanto frío allí que el aliento cae helado al suelo produciendo un tintineo de cristal y al sonido lo llaman el cuchicheo de las estrellas. Contaba también Thubron (en su libro En Siberia, 2000) que le contaron que las propias palabras se congelan y caen a tierra y al llegar el deshielo, en primavera, vuelven a despertar y el aire se llena de conversaciones atrasadas. Nureyev –un Strogoff en mallas- era siberiano de la mismísima Irkutsk que asediara Feofar Kan, y lo es (de Niagan), la Sharapova.
Mis amigos más recientes en esa tierra inmensa de mamuts bajo el permafrost, tigres enormes en la taiga, soledad y recuerdos del Gulag (la propia hija de Vladimir Arséniev, el capitán amigo de Dersu, fue enviada a los campos: a su mujer le fue peor, la ejecutaron), son dos tipos muy diferentes: el catalán Carlos Vico, de profesión sus supervivencias, y el indio canadiense Johnny Porter, del clan cuervo de los gitksan, un grupo de la tribu de los tsimshian, pieles rojas de la Columbia Británica. Con ambos he vivido recientemente días de suspense, emoción y -desde luego- frío en Siberia, que yo trataba de imitar a mi pobre manera haciendo muñecos de nieve en el pre Pirineo.
Porter, es ese hombre que todos soñamos ser, no solo valiente en la temible taiga helada, sino capaz de montar la transmisión de un coche
Porter es el correoso protagonista de esa novela asombrosa Bajo los montes de Kolima (Salamandra, 2016), de Lionel Davidson, que recomiendan entusiásticamente Anik Marple y el inspector Galindo. Yo fue pillarla y no poder parar hasta acabar de leer compulsivamente sus 540 páginas. Historia de espionaje pero sobre todo de aventuras, la novela, un thriller del copón, es una mezcla imposible pero irresistible de Le Carré, Hitchcock, Jack London y La isla del doctor Moreau, entre otros ingredientes heterogéneos que incluyen la mayor lección de bricolaje que se pueda imaginar, una persecución que corta el aliento y un bonito romance. Hasta hay un personaje que se llama Anton, aunque es un simio. En la memoria quedan inolvidables imágenes siberianas como la de la mancha plateada de la respiración de un rebaño de renos cristalizada en el aire.
Cuenta la novela, haciendo plausible de manera magistral hasta lo inverosímil, cómo los servicios de espionaje occidentales infiltran a un agente –el indio Porter, un James Bond muy singular- en una zona restringida de Siberia para averiguar que se cuece en un centro de investigación secreto ruso. Ya la forma en que el protagonista se introduce en la región de Kolima (¡y luego en el centro!) es alucinante; ayudado por sus rasgos y su dominio de los idiomas, se hace pasar de manera magistral, sucesivamente, por coreano y miembro de diferentes etnias siberianas (chukchis, evenkis -los antaño tungúes-). Ingenioso, camaleónico y resolutivo, Porter, antropólogo nada inocente, es ese hombre que todos soñamos ser, no solo valiente en la temible taiga helada, sino capaz de montar la transmisión de un coche, ¡y el coche entero!
A Vico no le han atrapado ni sus perseguidores ni la manada de lobos grises que le seguía insidiosamente
Unas palabras sobre el autor, Davidson; fallecido en 2009, escribió solo ocho novelas (entre ellas La noche de Wenceslao, llevada al cine con Dirk Bogarde, y La Rosa del Tibet) pero ganó con ellas tres Dagas de Oro,; Graham Greene lo saludaba como el nuevo Ridder Haggard y Rebeca West como un joven Kipling. Hijo de un sastre judío polaco y una lituana, refugiado en Inglaterra, enseñó a leer y a escribir a su madre (que solo hablaba yiddish) de niño con una copia de Adiós, Mr. Chips y fue uno de los dos únicos judíos que sirvieron en submarinos en la II Guerra Mundial, experiencia que le dio un útil sentido literario de la claustrofobia. Bajo los montes de Kolima está considerada su mejor obra, pero yo me voy a pillar ya las otras.
También nos gustaría ser como Carlos Vico, que tras pasarlo realmente mal cruzando Groenlandia con lo puesto el año pasado, se ha ido este a Siberia para afrontar un reto digno de otra novela de aventuras: patearse la tundra nevada como si fuera un preso escapado del Gulag. Vico partió del antiguo campo de Bolshaya Oslyanka, cerca de Perm, a 17 bajo cero (y una sensación térmica de -25º), perseguido por dos colegas en el papel de guardias cabreados y vestido y equipado como un cautivo de los años cuarenta (navaja, cantimplora y pedernal). Estén tranquilos, Carlos ha sobrevivido a tres días y noches de peripecia y no lo atraparon ni el equipo perseguidor ni la manada de lobos grises que, como atestiguaban los rastros, le seguían insidiosamente. Desafío Gulag superado, pues, y que viva Vico.
En fin, ya ven, siempre nos quedará Siberia para vivir aventuras, o cómo lo diría más castizamente el gran Jardiel Poncela: ¡Espérame en Siberia, vida mía!
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