“Un ser que termina y sin embargo comienza”
Su compromiso lo hizo presente en todas aquellas ocasiones en que había que denunciar heridas civiles, contra la tierra o contra los hombres.
Para burlarse del tiempo, quizá, José Luis Sampedro reunía todos los 31 de enero, víspera de su cumpleaños, a sus amigos; ahí imitaba, silbaba, reía, era colmado de regalos y de besos, y se parecía a la definición que Héctor Alterio hizo del protagonista de su más famosa novela, La sonrisa etrusca, cuando ya Sampedro tenía 94 años: “Un ser que está terminando y sin embargo comienza”.
Se burló siempre del tiempo, y siempre recomenzaba, como el mar, y frente al mar; en Tenerife, en Andalucía, refugió sus últimos años, como si quisiera seguir el destino de Rafael Alberti, conversar ante el mar y salir volando.
Aunque más organizado que Juan Carlos Onetti o Manuel Padorno, también tenía trucos para burlar la noche: se levantaba como los pájaros, y en lo más oscuro de la madrugada escribía sus libros, amarrado a un madero que fue su escritorio.
Como era un ciudadano sin sitio fijo en el mundo, ese escritorio fue su barco, la calle fue su techo y la amistad fue su abrigo. Era como Kim de la India, el amigo de todo el mundo.
Esa actitud le prolongó la vida hasta casi el centenario, que acontece sin él por bastante poco. Esa actitud y su compromiso lo acompañaron. Aunque provenía de las vanaglorias difíciles de la economía, se hizo al fin solo escritor y ciudadano; su compromiso lo hizo presente en todas aquellas ocasiones en que había que denunciar heridas civiles, contra la tierra o contra los hombres.
La última vez que le vi en público recibía, junto a Olga Lucas, la mujer que le ayudó con amor en ese tramo final de la vida, la Medalla de las Artes y las Letras de España. Ahí dijo que estábamos en un mundo destartalado “y en una Europa que no va por el buen camino”.
Las novelas le servían para describir otro mundo, donde la ficción era un silbido para la supervivencia, los ensayos (sobre todo los últimos ensayos) fueron el cuaderno de su desilusión enrabietada, y él mismo era un junco que sólo se quebró cuando el tiempo, ese escultor malvado, terminó su labor interminable.
Aparte de los libros y de las palabras, ese aire que nos dejó, el aire de Sampedro, es interminable, siempre comienza, como su risa los 31 de enero, para burlarse de los cumpleaños.
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