Sota, caballo y Rey
"Paco, ¿tú que crees que va a quedar de este centenario?", preguntó Felipe VI a Francisco Rico
“Paco, ¿tú que crees que va a quedar de este centenario?” Así, de buenas a primeras, con la cordialidad que le es propia, me interpelaba don Felipe hace unas semanas. Respondo ahora tan concisa pero espero que menos confusamente que al pronto.
Tengo dicho y redicho, sin sombra de cinismo, que un clásico de verdad es una obra que se conoce en una medida nada trivial sin necesidad de haberla leído. El Quijote es un clásico de hecho, porque desborda el texto y llena de resonancias, arquetipos y sugestiones el contexto del idioma, la vida. Citas auténticas (como «la razón de la sinrazón» o «molinos de viento»), citas falsas (“desfacedor de entuertos”) y citas entre ambos extremos («Con la iglesia hemos topado») se oyen todavía en la conversación común, en el sentido originario o en otro tergiversado. Y don Quijote es el único personaje de la literatura universal a quien reconocemos inmediatamente en un cuadro, una cerámica o un escenario.
En la “la innumerabilidad y catálogo” (cita auténtica) de celebraciones del 1615 (Segunda parte) y el 1616 (muerte del escritor), ninguna ha sido estéril. Exposiciones, conferencias, representaciones, reportajes, versiones en la radio y en televisión, “elogios, memorias, discursos, certámenes, tarjetas, concursos”, nada ha llegado en vano. Espoleados unas veces por el entusiasmo y la buena voluntad, otras por un sentido del deber o un sentimiento de culpa, todas esas manifestaciones han contribuido a afianzar la presencia de la máxima novela y el mayor novelista en el mundo de lengua española, en un momento en que no podría hacer más falta, cuando la literatura y aun la cultura toda tiende a decaer a 140 caracteres. Hasta las charangas más toscas, incluso las falsedades sobre la cuna y la sepultura de Cervantes, sobre ejemplares autógrafos o modelos reales, han tenido un papel estimable. Las cosas pasan, la mayoría han pasado, pero, como en la décima de Jorge Guillén, “quedan los nombres”, los ecos.
Quedan en particular algunos libros buenos y útiles: sólidas aportaciones documentales, biografías escrupulosas y sin embargo legibles, ensayos de tino seguro. Por encima de todo, quedan y quedarán los libros de don Miguel.
No existe en España una cultura del texto, una exigencia de calidad como la que se tiene con una grabación musical o la restauración de una pintura. He arriesgado alguna vez que cualquier edición vale para leer a Cervantes. Lo sostengo menos que a medias a la vista de varias del centenario, porque en su marco han sido demasiadas las que impugnan tal optimismo. El colmo lo alcanza quizá el Persiles publicado como suplemento de un diario en “Homenaje del 400 aniversario” (y con prólogo de un competente cervantista, que al verlo debió tirarse de los pelos). Están ahí las prosas supremas de Cervantes, en la dedicatoria escrita “puesto ya en el estribo” (“Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta...”) y en el prólogo que narra el estupendo encuentro y diálogo con el “estudiante pardal”. Pues bien, entre otros cien desmanes, esas páginas, que Rafael Sánchez Ferlosio saludaba como "los adioses más absolutamente irresistibles de las letras castellanas", han sido omitidas del volumen.
Una edición no puede hacerse sin recurrir a las fuentes autorizadas y con una robusta solvencia filológica. Son los datos que caracterizan el mejor fruto que sin duda queda y quedará del centenario: el texto crítico de las obras completas de Cervantes. La Biblioteca Clásica de la Real Academia Española contaba ya con la muestra esencial, ahora rigurosamente puesta al día, pero desde 2014 ha querido completarla con la totalidad de ellas, que culminará en unos meses con la aparición del póstumo Persiles (de 1617). El esfuerzo y el mérito corresponden a un pelotón de jóvenes estudiosos con Luis Gómez Canseco y José Montero Reguera en lugar de honor. De esas opera omnia eruditas se extraerán en su día las ediciones de bolsillo para todos los lectores.
En la interpelación de don Felipe que aducía al comienzo, conjeturé un punto de desazón. Es sabido que el Rey ha realzado con su asistencia y con sus palabras todas las conmemoraciones cervantinas que se le han presentado, al par que alentaba otras más a trasmano. Sospecho no obstante que le han sabido a poco. Doy por supuesto que el festejo que ayer se ofreció en el Palacio de Oriente tendría la altura y puntualidad que se espera de la Casa Real. Pero, llegado un tanto por sorpresa, lo entiendo también como una manera de decir tácitamente que si por el Rey fuera las cosas habrían ido aun mejor; que, de haber podido, él se habría involucrado aun más. “Señor, ¿como cree Vusted que ha sido el centenario?” es pregunta que ni se me ocurriría dirigirle, a sabiendas de que iba a callar la respuesta que a mí se me pasa por las mientes: “Digno, decoroso, voluntarioso, pero no tan excelente como me habría gustado”. Pero por mi boca no puede hablar el Rey de España.
Babelia
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