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DANZA

Tragar el mensaje sin leerlo

¿Pueden en propiedad Boris Charmatz y compañía llamarse coreógrafos o habría que buscar una nueva terminología más ligada a la impronta de sus creaciones 'performativas'?

'Manger' cuando fue presentada en el Tate Modern en Londres.
'Manger' cuando fue presentada en el Tate Modern en Londres.Brotherton Lock ©Tate Photography

El Festival de Otoño a Primavera (¡vaya lío nominal!) estrena nueva etapa con su edición 34, y para ello cita en el escenario de los Teatros del Canal al artista francés Boris Charmatz (Chambéry, 1973), notoria figura rupturista que ha entrado ya en la nomenclatura de élite que establece en el país vecino el acceder a la dirección de un centro coreográfico (Rennes), donde ha iniciado su experimento de convertirlo en un museo de la danza. Obviamente, no se trata de un museo convencional. Como bailarín, Charmatz estuvo en las plantillas de Régine Chopinot (Argelia, 1952) y Odile Duboc (1941-2010), dos coreógrafas de la primera generación de la nueva danza francesa, aunque sin dudas es Meg Stuart (Nueva Orleans, 1965) la coreógrafa que más ha influido en su desarrollo y cambiante estilo.

MANGER

Coreografía: Boris Charmatz (2014); luces: Yves Godin; director de escena: Mathieu Morel; músicas: Arcangelo Corelli, Ludwig van Beethoven, Josquin de Prez, György Ligeti y otros. Teatros del Canal, Madrid. Hasta el 15 de diciembre.

Habría que rastrear la génesis estética de Manger muy atrás, en Les Disparates (1994) y À bras le corps (1993) ambas hechas al alimón con Dimitri Chamblas (París, 1974), con quien Charmatz había compartido además de las primeras aventuras creativas la formación en la escuela del Ballet de la Ópera de París y después en el conservatorio de Lyon, verdadero crisol suministrador de la nueva danza francesa. En Les Disparates, escriturada como “solo bicéfalo” bailaba Boris solo y su compañero escénico era la escultura de Toni Grand; la pieza se filmó en 2000 y era una declaración de voluntades estéticas.

Entronizados fervorosamente por la propia crítica gala, contando con el apoyo incondicional del poderoso aparato directivo de bienales, festivales y entidades públicas, la segunda generación bisagra, la de Boris, se informa de las corrientes de performance y es el caldo de los líderes de la no-danza, un invento de los años noventa del siglo XX que aún colea y da guerra, a pesar de la lógica reactiva, por otra parte esperada, de regreso a la danza-danza y sus categorías. La no-danza alcanzó así su gloria y estabilización en el panorama francés y europeo, contaminando incluso la didáctica, influenciando fuertemente a los que venían después, la promoción millennial que hoy también promedia entre los intérpretes. Esta aparente disgregación algo historicista no es baladí si queremos de verdad entender a Charmatz, y aceptarle en su trasunto filosófico, lo que expresa mejor en las notas al programa que en el movimiento plástico; al contrario, resulta esclarecedora sobre lo visto en el Canal la noche del miércoles, ante lo que cabe preguntarse por fin y sin ambages: ¿pueden en propiedad Boris Charmatz y compañía llamarse coreógrafos o habría que buscar —crear acaso— una nueva terminología más ligada a la impronta de sus creaciones performativas? Téngase en consideración que Charmatz usa del museo como palestra expositiva y del teatro como ágora transgredida en sus convenciones (patio de butacas clausurado, público metido en las entrañas de la caja escénico-teatral). Sobre esta subversión se ha discutido y aún hoy se litiga muchísimo. De alguna manera, el poder de estos supuestos renovadores ha arrinconado a quienes no piensan como ellos, a quienes no participan de la esfera dominante (esto es en sí mismo también un buen argumento para un ballet). Charmatz ha dicho: “es mi coreografía más extraña y estoy muy orgulloso de ella”. La verdad es que el principio teórico de la obra es mucho mejor que el resultado, con un aporte satisfactorio del sonido, entre ritual y catedralicio, hasta convertirse en hilo y encadenado de las secuencias. La espasmódica compulsiva que centra y domina los movimientos naturalistas (algo que inexplicablemente se ha vuelto consustancial y obligado al expresar de lo contemporáneo hasta el punto de que, o te retuerces, o estás desfasado) caracteriza al grupo de 13 artistas. El propio coreógrafo, llamativamente vestido de azul Klein de la cabeza a los pies, deambuló, estuvo de cuclillas, exploró en ambiente.

El telón cortafuegos bajado, la fría luz cenital, todo el ambiente daba una cierta claustrofobia no exenta de buscada tensión. Después de la media hora, hubo ya unas pocas deserciones, y como suele ser en estos casos, quizás se esperaba un poco más de cooperación del público (limitado a 100 personas), obligado a la acción peripatética y que, iPhones en ristre, se adaptaba a guion. Los bailarines entonan y mastican el papel en blanco de los folios regados por el suelo (muy salubre la acción no es, dicho sea de paso); pocos tragan la masa, si no, la escupen ensalivada y la vuelven a manipular. ¿Debemos sentirnos obnubilados, traspuestos por el azote de modernidad lacerante implícita en la pantomima? Pues no. Ni como estructura ni como lenguaje Manger va más lejos de su propia acción revulsiva, en una estilística sobada y muy vista.

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