“Quien controla el lenguaje tiene el poder”
Laurent Binet novela la muerte de Barthes en ‘La séptima función del lenguaje’
Fue la “muerte del autor” en el sentido más literal. En febrero de 1980, Roland Barthes salía de almorzar con François Mitterrand, a punto de convertirse en presidente francés y fan confeso de sus Mitologías, cuando una camioneta lo atropelló en plena calle. Un mes más tarde, fallecía en el hospital. El caso quedó cerrado, hasta ahora. A Laurent Binet (París, 1972) ese desenlace siempre le pareció sospechoso. Demasiado improbable para ser pura casualidad. Se puso a imaginar un crimen urdido por una confederación de universitarios y hombres de poder, temerosos ante el alcance de las teorías de ese pensador estrella.
De ahí surgió La séptima función del lenguaje (Seix Barral), su reválida tras el éxito de HHhH, en la que narraba el plan para asesinar a Reinhard Heydrich, el padre de la solución final. Su nuevo libro es, a la vez, un ensayo semiótico y un thriller policial con toques de comedia burda, donde el autor convierte en sospechosos del crimen a los teóricos del posestructuralismo, como Foucault, Derrida, Deleuze o Lacan, responsables de la revolución de las Humanidades que emergió en la Francia de los sesenta. Tampoco se olvida de Mitterrand y su archienemigo Giscard d’Estaing, obsesionados con la poderosa séptima función del lenguaje que da título a la novela, completando las seis que enunció el lingüista Roman Jakobson.
Pregunta. Más que sobre la muerte de Barthes, ha escrito una novela sobre el poder del lenguaje.
Respuesta. En el fondo, el asesinato es solo un pretexto. El libro parte de esta idea: quien controla el lenguaje, tiene el poder. Y el del lenguaje es un poder absoluto, superior al de quien maneja un tanque o un bombardero. En el fondo, quien posee la autoridad es quien da la orden de lanzar la bomba.
P. ¿Por qué introdujo a personajes reales en la trama?
R. Todo asesinato necesita sus sospechosos. En este caso, solo podían ser quienes formaban parte del entorno de Barthes. Si iba a hacerles intervenir, no podía ser solo a través de menciones gratuitas. Tenía que utilizar detalles y citas auténticas. El 75% de lo que Foucault, Derrida o dicen en el libro lo dijeron o escribieron en la vida real.
P. Hubo quien se molestó. Dos de sus protagonistas, Philippe Sollers y Julia Kristeva, amenazaron con llevarlo ante los tribunales.
R. Se lo tomaron peor de lo que imaginaba, aunque al final se hicieron atrás. Cuando entregué el manuscrito a mi editor, me pasó con el abogado de Charlie Hebdo. Entonces entendí que tenía un problema… [risas]. Solo me hicieron cambiar dos o tres cosas sin importancia. Nunca pretendí revelar nada sobre la vida privada. Por ejemplo, no me parece ofensivo describir a Foucault dentro de una sauna gay: todo el mundo conoce esa parte de su biografía, que él mismo reivindicó.
P. ¿Diría que esos pensadores son más admirados en el extranjero que en Francia?
R. No más respetados, pero sí más leídos. En mi país, no se ha entendido que admiración no es sinónimo de sacralización. Se les ha convertido en iconos intocables. Por ejemplo, yo cursé estudios de Letras sin leer ni una sola página de Barthes o Foucault. No es casualidad que, incluso en Francia, a esa escuela de pensamiento se la conozca con un nombre en inglés: French theory.
P. En el libro alterna registros distintos. Mezcla altos conceptos de la lingüística y la filosofía con el suspense y la comedia. ¿Por qué?
R. Entre Racine y Shakespeare, suelo decir que prefiero al segundo, porque soy partidario de la mezcla de géneros. Escribo contra una idea rancia de la literatura, contra una representación obsoleta y autosatisfecha de lo que debe ser, que provoca que sigamos tragándonos libros escritos al estilo de Balzac y Chateaubriand. Fueron grandes autores, pero de eso ya hace dos siglos.
P. ¿Por qué sigue molestando Barthes tantos años después de su muerte?
R. Porque es un intelectual de izquierdas, en un tiempo dominado por los ultraconservadores. Su objetivo fue decodificar y desmitificar el habitus pequeñoburgués. Demostró que lo que la burguesía consideraba totalmente natural era, en realidad, una mitología. Es decir, una construcción a su servicio. Pero que la gente siga queriendo matar a Barthes es buena señal, porque significa que todavía está vivo.
P. La política ocupa un lugar primordial en el libro. ¿Fue al seguir a François Hollande para escribir su libro sobre la campaña presidencial de 2012 [Rien ne se passe comme prévu, inédito en España] cuando este libro tomó forma?
R. No exactamente, aunque lo que observé en la campaña me ayudó mucho. Estoy decepcionado con Hollande, porque todas sus medidas han sido de derechas. Sin ser un multimillonario, es alguien que demuestra una complicidad de clase, porque favorece los intereses de las personas a las que frecuenta. No soy determinista, porque Marx o Lenin fueron burgueses con la suficiente visión histórica. Hollande no la tiene.
P. Fue de los pocos que defendieron a la exprimera dama, Valérie Trierweiler, tras su ruptura. Le acusaron incluso de haber escrito su muy exitoso libro de memorias, Gracias por este momento.
R. Fue solo un rumor para desacreditarla, del que yo me convertí en un daño colateral, porque es público y notorio que soy amigo de Valérie. La defendí porque las razones por las que la atacaron me parecieron incorrectas. Se dijo que su libro era obsceno y que deshonraba la función presidencial, cuando Hollande fue el primero en desacreditarla. El libro me parece una reacción humana y casi legítima. Como decía Beaumarchais, cuando el deshonor es público, la venganza también tiene que serlo.
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