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Rocío Márquez: revolución flamenca

En sus dos últimas apariciones en Madrid esta semana, la cantaora coloca el género dentro de un descomunal nivel de riesgo

Jesús Ruiz Mantilla

Cuando a la misma hora, el viernes en la sala la Riviera (Madrid), tenía lugar un revival de lo que Enrique Morente sentó a manera de cátedra subversiva hace 20 años con ese disco milagro que tituló Omega, el Auditorio Nacional, en la capital, vivía con Rocío Márquez, Fahmi Alqhai a la viola de gamba y Agustín Diassera en la percusión, el Alfa del siglo XXI. De la nostalgia y el necesario homenaje que los hijos de Morente, al oeste de Madrid, rendían a su padre, a la invitación sobre las anchas posibilidades de futuro que alberga el género, en el este de la ciudad, con el liderazgo de Márquez, mediaban escasos kilómetros pero una onda calcada: la revolución flamenca.

En tan sólo dos apariciones esta semana en la capital, la artista de Huelva, a sus 31 años, ha demostrado la salud de hierro con la que el flamenco demuestra que puede resistir todos los experimentos. El sábado anterior, se había presentado en el teatro de la Zarzuela junto a la pianista Rosa Torres-Pardo. Su alianza dura ya años. El gusto y la frescura con la que ambas han hecho renacer a Falla, Granados, Albéniz, Turina o el padre Soler, es uno de los hitos del repertorio clásico español en este tiempo necesitado de regeneraciones.

Si a eso unimos que Márquez hay algo que no negocia nunca y eso es la pureza del género, por derecho, conocimiento y hondura, nos encontramos casi ante un milagro. Torres-Pardo se revela como su aliada y su motor dentro de las bases más clásicas. Ambas se funden en un ejercicio de estilo adecuado a la modernidad que convierte su espectáculo –bajo el título de Desconcierto y entreverado por poemas de Luis García Montero, que el sábado recitó Alfonso Delgado- en algo de clase superior. Ajena a lo previsible, a lo manido. Deliciosa.

Una de las claves del estilo Rocío Márquez reside en su obcecación de colocarse a años luz de lo vulgar, de lo estándar. Demuestra una radical alergia a lo previsible. Nadie puede afirmar que de las últimas veces que la haya visto, ha sentido ser testigo de lo mismo. En las cinco ocasiones en que este cronista la ha podido disfrutar, jamás ha tenido el mal gusto de repetirse. Lo mismo da que aparezca acompañada a la guitarra, al piano, a la viola de gamba o, como hizo en ese hito del año pasado en el Teatro Real, con su homenaje a Federico García Lorca, rodeada de una banda de músicos asombrosa en la que combinaba saxo, clarinete, guitarra y percusión, incluido xilófono.

Tampoco quiere decir esto que actúe a lo loco, sino que cuida, estudia y prepara sus apariciones esmeradamente. Sabia, pese a su exuberante juventud, respetuosa con los ancestros, emparentada con aquellos que sólo comprenden los saltos mortales adelante, de la estirpe de los Camarón, los Paco de Lucía, los Morente o los Marchena, a quien dedicó un disco, Rocío Márquez se arriesgó en la sala de cámara del Auditorio Nacional a adentrarse en una dimensión sonora y mestiza insólita.

¿Qué tiene que ver Monteverdi con Antonio Machín? Pues justo lo que a la voz de Márquez, la viola de Gamba de Alqhuai y los tambores y platillos de Diassera, les dé la gana"

Para eso está el Ciclo Fronteras, parido por Antonio Moral en el Centro Nacional de Difusión Musical: imagina uno que para romperlas. Y que de esa ruptura surja una fusión como la del viernes. Única. ¿Qué tiene que ver Monteverdi con Antonio Machín? Pues justo lo que a la voz de Márquez, la viola de Gamba de Alqhuai y los tambores y platillos de Diassera, les dé la gana. Si ustedes pensaban que los instrumentos de cuerda y percusión barrocos no podían casar con los compases de Mairena, Caracol o La Niña de los Peines, en piezas compuestas siglos atrás, entre el XVI y el XVIII, se equivocan: ocurre.

Los tres artistas, en una radical y asombrosa vocación de hermanamiento, convocaron ante el público esos linajes y triunfaron con sus Nanas, sus Aires de Peteneras y sus embaladas pero cristalinas Seguiriyas. Por no hablar del embrujo que asedió la sala cuando Márquez entonó El cant dels ocells, el trino de los Canarios o el Si dolce è’l tormento, de Monteverdi. Asombroso.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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