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Corrientes y desahogos
Columna
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Virtudes del malentendido

Aquello que asimilamos sin esfuerzo no deja rastro

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El mejor libro es aquel que no se entiende bien del todo. El pésimo libro será, por el contrario, el que comprendemos de arriba abajo. Aquel que asimilamos sin esfuerzo y línea a línea. Con el primero, los tropiezos desprenden esquirlas o condimentos para la imaginación. Con el segundo, la imaginación queda vacante y el lector se complace, como un haragán, en la dificultad igual a cero.

La frase tan valorada de que “todo el saber está en los libros” (letra de Vainica Doble) evoca la pasividad del descubrimiento personal y celebra los catones escolares. Pero el libro, como el cuadro, vale la pena si desazona al receptor. Por el contrario, lo demedia si lo tranquiliza,

Lo no entendido hace viajar y estaciona lo que se entiende del todo. De ahí que cuando se habla, como hizo Estrella de Diego el domingo, en su discurso de ingreso a la Academia, de “malentendido” deba tomarse como una exaltación de la chispa que llega, paradójicamente, de algún punto oscuro en el texto, la pintura o la música. Las Bellas Artes son tales porque no se dejan ver totalmente en cueros.

Los libros al estilo de esas novelas que se tragan de un tirón no dejan rastro alguno. Por el contrario, textos, literarios o no, relativamente complejos convierten ciertas zonas de sombra en ocasionales destellos de inteligencia activa.

Más aún: es imposible disfrutar de algo que se degluta como una porción de obviedad. El “malentendido” es la salsa del conocimiento pero incluso, como decía Lacan (citado por De Diego), constituye la forma idónea de entender. Lo mal entendido es, por carambola, un entendido del mal, y cualquiera sabe de cuánta sabiduría superlativa se halla provista esta película del pensamiento.

No entendemos del todo la obra pero de este modo la obra nos mueve o nos conmueve. No recordamos con precisión las palabras del orador pero entonces la memoria crea su propia cita y produce un objeto nuevo.

El artista ofrece una obra al público pero no para que se acomode a él —característica de los libros o los cuadros vulgares— sino para que lo desequilibre e inquiete en el grado que sea.

De hecho, todas las experiencias importantes de la vida se componen de algún material inesperado o no explicado todavía. La supuesta infertilidad del malentendido filosófico o científico se trasmuta siempre en moléculas, células, y enunciados nuevos.

Políticamente, en fin, el malentendido es lo opuesto a la demagogia. En este último caso oímos aquello que deseamos oír mientras que la revolución, la vanguardia, la creación se componen de objetos inadvertidos con los que choca voluptuosamente la mente. Aquello que es chocante es divertido. Aquello que es raso es funeral.

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