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PREMIO NACIONAL A CONCHA VELASCO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Entrega radiante

Marcos Ordóñez
Concha Velasco, en el papel de Juana I de Castilla en la obra de teatro 'La Reina', en el Teatro de La Abadía, en Madrid.
Concha Velasco, en el papel de Juana I de Castilla en la obra de teatro 'La Reina', en el Teatro de La Abadía, en Madrid.

La primavera pasada, tras ver a Concha Velasco interpretando Reina Juana, el monólogo de Ernesto Caballero dirigido por Gerardo Vera en La Abadía, escribí: “La palabra entrega es la primera que viene a la cabeza, una entrega tan rotunda como radiante. La Velasco no te hace ver el esfuerzo, cosa siempre muy educada y de agradecer. Exhala la felicidad de estar haciendo teatro a pocos metros del público. Se muestra, como siempre, comunicativa, llena de humanidad, con una dicción clara y vigorosa. Transmite una emoción viva y sincera, y esa simpatía arrasadora que es su marca de fábrica: hasta interpretando a una asesina serial caería simpática. Son también sus bazas una gran claridad expositiva y su capacidad de encantar, como quien cuenta un cuento. Siempre ha bordado la comedia, una comedia natural, llena de vitalidad, en la que el público puede reconocerse. Y el desgarro, y la finura de sentimientos”. Recuerdo la alegría de su saludo final, y el público abalanzándose hacia la embocadura del escenario para darle la mano, para darle las gracias, algo que no sucede con frecuencia. Recuerdo los rostros de felicidad y de cariño de los espectadores: es, no cabe duda, una de las actrices más queridas de nuestro teatro.

La Velasco ha hecho de todo en teatro, en cine y en televisión. Está en el mundo de la farándula desde los quince años, cuando debutó con La reina mora en 1956. Pensar en ella es (si quien piensa tiene una cierta edad, como en mi caso) ver desfilar una gran cantidad de personajes. En la década de los sesenta (bueno, y también un poco antes) fue el bombón despampanante, rebosante de gracia y encanto, de infinitas comedias. Fue chica de la Cruz Roja y chica yeyé, y pareja fílmica de Landa y de Manolo Escobar, y siempre lamentaré no haberla visto en el Eslava cantando y bailando en The Boyfriend dirigida por Luis Escobar. O en el Marquina, en la misma liga, con Alberto Closas en El cumpleaños de la tortuga.

En el albor de los setenta llega el gran cambio con el inesperado salto de Llegada de los dioses, de Buero, en el Lara, y Abelardo y Eloísa, de Ronald Millar, dirigida por Tamayo, y Las cítaras colgadas de los árboles, de Gala, y Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca, de Martín Recuerda: un cuarteto de éxitos que mostraban a una “nueva” Concha Velasco y que giraron por media España.

Lo mismo (y al mismo tiempo) sucedió en la pantalla. Probablemente me deje títulos, pero creo que la sorpresa llegó, todavía a las órdenes de Sáenz de Heredia, con el neorrealismo tardío y desgarrado de Los gallos de la madrugada, que pegó el aldabonazo en el Festival de San Sebastián de 1971. Vinieron luego El love feroz, de García Sánchez, comedia ácida tirando a amarga, su trabajazo – la de Bringas – en Tormento, de Pedro Olea, la arriesgadísima Las bodas de blanca, de Regueiro, y, ligando de nuevo póquer y por todo lo alto, Pim, pam, pum, fuego, también de Olea, en un rol conmovedor y una lectura de la posguerra muy valiente para la época. En Argentina, por cierto, le pusieron un título perfecto, que definía muy concisamente su intención y su tonalidad: Después de la victoria.

Éxitos teatrales de los ochenta son Filumena Marturano, de Eduardo de Filippo, que repondrá varias veces; Yo me bajo en la próxima ¿y usted?, de Marsillach, que estrena con Sacristán en la Comedia, y que también tendrá más vidas que un gato con distintas parejas de intérpretes; Mamá, quiero ser artista, de Arteche y Montesinos, en el Calderón, repasando títulos clásicos de la comedia musical española (de Moraleda a Algueró), con Paco Valladares, y el drama Buenas noches, madre, mano a mano con Mary Carrillo, un montaje del que la Velasco contaba cariñosas pero afiladas anécdotas en Yo lo que quiero es bailar.

De los noventa en adelante los estrenos se disparan. Citemos, entre otros, Las manzanas del viernes, de Gala; La rosa tatuada, de Tennesee Williams, dirigida por José Carlos Plaza; Hello, Dolly!, de Herman y Stewart, y su feliz encuentro con José María Pou, que le dirigirá, en el Goya barcelonés y luego en La Latina, La vida por delante, adaptación de La vie devant soi, la novela de Émile Ajar (o Romain Gary), que Myriam Boyer había estrenado en el Marigny parisino, y que supondrá para la Velasco un nuevo éxito, con dos temporadas en cartel. De nuevo a las órdenes de Pou protagoniza Yo lo que quiero es bailar, otro traje a la medida cosido a mano por Juan Carlos Rubio, según el modelo anglosajón de “an evening with” y en 2013 protagoniza Hécuba, dirigida por Plaza, en el Español. Tras una breve retirada por enfermedad, vuelve a la escena con el melodrama Olivia y Eugenio, de Herbert Morote, y en el año en curso, como decía al principio, borda el rol de la reina Juana en la Abadía.

Larga vida y larga escena a Concha Velasco.

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