The Cure, la negrura en perfecta conservación
Los más devotos estarán en desacuerdo, pero tiene su parte buena que nuestro grupo favorito lleve ocho años sin dar señales de vida discográfica. Por lo que atañe a The Cure, que anoche reventaron el Palacio de los Deportes, la ventaja de no defender ningún repertorio de estreno es que Robert Smith pudo escoger entre docena y media de álbumes en función de su santísima voluntad. Puede que la santidad de nuestro hombre oscuro se agotara en ese preciso acto volitivo, pero agradeceremos siempre el óptimo estado en que demostró conservar sus miedos, espasmos, paranoias, estupores y demás negruras.
Los escoceses The Twilight Sad, magníficos, aportaron ya un sustancioso aperitivo de tragedia y teatralidad. Pero todos los suspiros y admiraciones se le reservaban a Smith, que a sus 57 primaveras conserva ese aspecto de genio inadaptado y absorto, esos rizos ingobernables, el negro negrísimo como criterio monocromático para el ropero. Dispone de una docena de éxitos irrefutables, de esos con los que propiciar el delirio desde el primer acorde, pero disfruta dosificándolos. O más bien demorándolos, aun a riesgo de fatigar a un sector del público. Abrió con Open, un tema denso que casi nadie parecía recordar en una pista expectante y abarrotadísima. Pero a las quintas de cambio, cuando estalla la exultante Inbetween days, las glándulas segregadoras de adrenalina se ponen a trabajar hasta el filo de la medianoche.
The Cure
Robert Smith (voz, guitarra), Simon Gallup (bajo), Reeves Gabriels (guitarra), Roger O’Donnell (teclados), Jason Cooper (batería). Barclaycard Center. De 61,5 a 84 euros. Lleno (16.500 espectadores). Madrid, 20 de noviembre
Smith no juega las cartas de la simpatía. Elude los parlamentos y las posturitas, y reduce su lenguaje corporal a sus manos implorantes y ese característico gesto de cantar girando la cabeza hacia arriba, como si analizara las dimensiones de las musarañas circundantes. Las pantallas gigantes parecen una broma de mal gusto: un ojo de pez estático para que le veamos las rodillas a Simon Gallup y, en lontananza, la pose hierática del teclista. Tampoco hay alardes visuales por ningún sitio. Recibimos a cambio 31 canciones como 31 aldabonazos, con la incógnita de un repertorio que varía cada noche. El reencuentro con maravillas tan poco frecuentadas como Kyoto song y su aliento oriental. La maraña de brazos incontenible gracias a Just like heaven, ese estallido de felicidad de un señor que es lo más gótico que ha parido madre desde el arquitecto de Burgos. Y la indulgencia ante las omisiones, aunque anoche nos costara un disgusto quedarnos sin The lovecats.
Podemos ejercer el escepticismo y reparar en que The Cure acumulan demasiados lustros sin entregar un cancionero redondo. Podemos aducir que su clásica formación de quinteto se cimenta en el post-punk y admite pocas sorpresas sonoras. Podríamos sugerir incluso una presencia superior de la voz en la mezcla, puesto que el ilustre Robert James conserva sus cuerdas vocales en forma irreprochable. Pero no nos pongamos antipáticos. Cuando la industria musical presume de 10.000 bandas y solistas en sus catálogos, estos cinco tipos de anoche siguen resultando característicos desde el primer minuto.
Quedémonos con ese timbre acongojado, dolorido y orgulloso en la garganta del cantante; la pegada seca y agresiva junto al puente en el bajo de Gallup, esas introducciones instrumentales con notas sueltas y pegadizas. El espesor sonoro (One hundred years) y la colisión entre realidad y deseo, que diría el poeta. ¿Se fijaron en cómo Smith ponía a volar las manos mientras repetía, al final de The hungry ghost, aquello de “Ese es el precio que pagas por la felicidad”?
En ese hermoso y dramático juego de colisiones radica, aún hoy, el encanto de The Cure. Smith sigue sin acertar con canciones absorbentes, a juzgar por la inédita It can never be the same. Pero se reserva una catarata de endorfinas para la tercera tanda de bises, de Friday I’m in love a Boys don’t cry, Close to me y Why can’t I be you. Y sale airoso después de casi tres horas, como un gigantón idolatrado.
Babelia
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