Viaje a la fotografía de dos nómadas
Cristina García Rodero y Samuel Aranda muestran su obra y explican su oficio en los Encuentros de Gijón
“Si yo no quiero hablar”. Para una clase magistral, quizás no es el comienzo esperado. Sin embargo, en el caso de la fotógrafa Cristina García Rodero (Puertollano, 1949) sobran las palabras. Con un World Press Photo (1993), premio Nacional de Fotografía en 1996, miembro de la Academia de Bellas Artes desde 2009, año en que ingresó en la agencia Magnum —único fotógrafo español en conseguirlo—, prefiere "enseñar fotos", dice a los que han acudido hoy, sábado, al espacio Laboral Ciudad de la Cultura de Gijón. La ciudad asturiana acoge la XIII edición de los Encuentros Fotográficos, que reúnen a figuras españolas de la imagen, jóvenes talentos y aficionados. En esta clase, García Rodero es “pareja de hecho” de Samuel Aranda, como dice el fotoperiodista (Santa Coloma de Gramanet, Barcelona, 1979), que también tiene un World Press Photo (2011) y un premio Ortega (2016).
García Rodero centró su intervención, ilustrada con cuatro audiovisuales, en sus trabajos sobre las fiestas populares españolas, del que salió el imprescindible libro España oculta (1989), y Haití. Ella contó cómo desde sus inicios compatibilizó su carrera como docente con su pasión por la fotografía. "No tuve formación, todo ha sido poner energía". Una fuerza que le llevó a recorrer “por las carreteras asesinas”, durante 15 años, los pueblos españoles en busca de fiestas, ritos, procesiones… “Era una España que estaba llamada a desaparecer”.
Su presencia no pasaba inadvertida en aquellos lugares olvidados, la tomaban “por vendedora porque llevaba un bolso grande, o por puta, porque me metía en los bares y hablaba con los hombres”. “No existía la idea de reportera, nuestro trabajo era despreciado porque las fiestas se asociaban a Franco, y luego con las autonomías se convirtieron en las raíces”. Así recordó la primera vez que no tuvo donde dormir. “Fue en un pueblo de Córdoba, Puente Genil, me tendí en la estación de autobuses y me tapé con un mapa de carreteras”. Haití fue su objetivo entre 1997-2004, en busca de la famosa cascada escenario de rituales en los que los fieles entraban en trance entre gritos y bailes.
Aranda explicó cómo llegó a la imagen a través de su implicación desde joven en cuestiones sociales, “haciendo fotos viscerales”. Grafitero, expulsado del colegio y el instituto, comenzó retratando a gitanos del degradado barrio barcelonés de Can Tunis. El conflicto palestino-israelí fue su primer gran reto. “Quise comprenderlo y me fui a vivir a la Franja de Gaza en 2003”. Allí comprobó “la falta de control que hay sobre tu trabajo cuando te contratan agencias". Testigo de los conflictos de Irak, Afganistán, Líbano… hasta la primavera árabe para The New York Times a partir de 2011. Ese periódico le da “medios y libertad”, aunque reconoce que la relación con sus editores gráficos “es como con una pareja, a veces bonita, y otras te encabronas”. Con un oficio “del que no puede desconectar”, le parece “una falta de respeto" hablar de si le afecta mentalmente, "cuando estás haciendo fotos a gente que sufre mucho”.
Interrogado sobre si sirve de algo su profesión, Aranda se mostró orgulloso de “pequeños triunfos que ayudan a cambiar cosas”, como la instantánea sobre el Ébola que provocó que la Embajada de EE UU en Sierra Leona enviase ayuda en 48 horas. Quizás por eso mantiene su pasión, porque, como dice García Rodero: “Para fotografiar necesito emoción, si no la tengo, no disparo”.
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