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Crítica | Blair Witch
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Los bosques tienen ojos

No es más que una redundancia, sin ningún factor sorpresa que la justifique.

Un año después de que Los idiotas de Lars Von Trier abriera un debate sobre lo que, a partir de ese punto de ruptura, podía ser considerado como imagen cinematográfica, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez trasladaron la cuestión al terreno del cine popular con El proyecto de la buja de Blair (1999). La película, respaldada por una brillante campaña publicitaria que jugaba astutamente con la sospecha del fake, inauguraba, a su vez, un subgénero dentro del cine de terror que partía de la ilusión del metraje encontrado y que, desde entonces, ha engendrado gran cantidad de propuestas rutinarias –por lo general, despreocupadamente liberadas de las tradicionales exigencias de la puesta en escena- y puntuales aciertos: entre estos, películas como El último exorcismo (2010) –con su empeño de ironizar sobre los mecanismos de representación en los rituales católicos contra posesiones demoníacas-, Paranormal Activity (2007) –capaz de canibalizar el fenómeno de los paranormal videos en YouTube- o La visita (2015) –que encontraba la argucia idónea para conciliar meticulosa construcción formal y simulacro de espontaneidad-.

BLAIR WITCH

Dirección: Adam Wingard.

Intérpretes: James Allen McCune, Callie Hernandez, Corbin Reid, Brandon Scott.

Género: terror. Estados Unidos, 2016

Duración: 89 minutos.

Director, entre otras, de la notable Tú eres el siguiente (2011) y de la modesta, pero muy celebrada por la afición, The Guest (2014), Adam Wingard propone en Blair Witch una secuela con vocación de refundación y borrado de la que, en su día, fue extravagante prolongación del original, El libro de las sombras: BW 2 (2000). En los primeros minutos, el grupo protagonista, capitaneado por el hermano de la desaparecida heroína de El proyecto de la bruja de Blair, despliega y pone a prueba todo su nuevo arsenal tecnológico, que pasa por microcámaras sujetas a la oreja para la visión subjetiva y dron con cámaras para la exploración de un territorio desconocido desde las alturas. Toda toma queda, así, justificada para que ningún espectador puntilloso pueda buscar flancos débiles en la forma. El problema es que Wingard, obsesionado en protegerse, descuida hacerse las preguntas realmente relevantes: de qué modo podría emplear esas cámaras como nueva herramienta expresiva, como instrumentos para un nuevo imaginario lúgubre. Blair Witch no es más que una redundancia, sin ningún factor sorpresa que la justifique.

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