Clara Quintanilla, una restauradora silenciosa auroleada de luz blanca
La española restauró cuadros por 34 años en el Museo del Prado, algunos tan importantes como 'Las meninas'
El pasado sábado 29 de octubre murió Clara Quintanilla. El nombre no resultará familiar a muchos, pero ella había dedicado al Museo del Prado treinta y cuatro intachables años de servicio como restauradora de pintura. Llegó joven a la institución desde la Escuela de Restauración, junto a varios compañeros seleccionados para trabajar en dos exposiciones inminentes, El Greco de Toledo y Murillo, en 1982 y 1983. Cuando vi a Clara por primera vez ante el caballete me pareció estar en otro lugar y en otro tiempo, en la Edad Media y en el silencio de un convento de monjas, con una de ellas, aureolada de luz blanca como las santas de las pinturas medievales, bordando en oro y seda colorida una de esas casullas prodigiosas. Clara se aproximaba a la limpieza de un cuadro sin agredirlo de entrada con uno de esos rectángulos de descarnada limpieza, definidos geométricamente por trazos de tiza blanca, y en una zona crucial de la escena. No, ella no, en las manos de Clara iba desapareciendo sin fronteras la suciedad superficial, esa capa gris de polvo acumulado y oscurecido, y poco a poco el hisopo, como una varita mágica, levantaba delicadamente los barnices sin alterar la procedencia de la luz, los planos de la perspectiva, los caminos de color marcados por el pintor hasta alcanzar toda la intensidad expresiva de una composición. Clara era capaz de no volcar su personalidad sobre la obra de un artista, algo que resulta siempre perturbador en su profesión al interferir con la idea del creador, y con su modestia innata dejaba a un lado la vanidad y el orgullo de la obra propia para conseguir ejemplos de perfección absoluta al servicio del genio de otros. Clara tenía un instinto especial, tal vez fruto de un cerebro que unía a partes iguales la inteligencia racional y la intuición, y que se unía a su preparación y experiencia, para revelar la idea del creador sin entrar en competencia con él. Anulaba su personalidad y no dejaban huellas sobre la pintura ni su ternura interior ni su mansedumbre en escenas violentamente masculinas, ni su firmeza profunda, su voluntad inquebrantable o su capacidad arriesgada de decidir su propia vida y su modo de vivir, e incluso de morir, se traslucían en la suavidad y sensualidad de las Venus. Clara, que había nacido en Barrax, el mismo pueblo de la Mancha de Benjamín Palencia, era dulce y reservada, pero no tímida, algo anticuada en su vestir o en su peinado, pero con ojos límpidos, de mirada directa e independiente, y profundamente misteriosa. Clara era lo más opuesto a la “estrella” de la profesión, a hacer declaraciones altisonantes, a aparecer en público, incluso a ser fotografiada, ella especialmente, a quien si hubiera estado en mi mano, le habría dado la responsabilidad de hacer que La Gioconda del Louvre volviera a ser la obra que pintó Leonardo.
Los visitantes del Museo del Prado se fijan sin duda en el estado de conservación de las obras expuestas en una institución que es en la actualidad uno de los centros de referencia en la restauración. Ese prestigio se ha alcanzado por la selección del personal y el aprovechamiento de una vocación que les hace trabajar con intensa dedicación, por el contacto con los restauradores del máximo nivel, entre los que destacó en el pasado por su vinculación al Museo, John Brealey, con su magisterio excepcional, y se ha conseguido que quienes ahora llevan el Taller del Prado tengan todos esas cualidades especiales y su aproximación a la obra de arte que caracterizaron a Clara. Ella trabajó en sus años en el Museo en más de doscientas pinturas, algunas depositadas por acuerdos con otras instituciones, y cualquier visitante podría hacerle a Clara un homenaje secreto pasando de un cuadro a otro y reconociendo su trabajo silencioso en la Dánae de Tiziano y en sus dos versiones de Venus y la música, en el delicioso cordero (Agnus Dei) de Zurbarán, en la Judith (antes considerada Artemisa) de Rembrandt, o en la Inmaculada Concepción de Giambattista Tiepolo, para terminar con Goya, con su primer cuadro conocido, Aníbal cruzando los Alpes (depósito temporal de la Fundación Selgas Fagalde de Cudillero, Asturias), y el retrato de la ya mítica, por su procedencia, marquesa de santa Cruz, mientras que en los últimos tiempos Clara restauró para la actual exposición del Museo los cuatro bodegones de Clara Peeters. Entre todos sus trabajos, uno de ellos creo que reviste un significado especial, tanto por su dificultad como por haber sido John Brealey durante sus años de estancia en el Prado quien se lo encargó, la Piedad de Sebastiano del Piombo de la iglesia del Salvador de Úbeda, depositada en el Museo desde 1988 por la Fundación Medinaceli. Fue un trabajo de tres largos años sobre una obra magistral, al óleo sobre pizarra, con una técnica desarrollada por Piombo para ese soporte excepcional nunca utilizado en pintura con anterioridad. Clara se enfrentó al mal estado de la obra, a un soporte que sufrió su fractura en varios pedazos en 1936, y a la técnica delicada de Sebastiano para conseguir el carácter sombrío y doloroso de la escena, que depende en gran medida de la integración del óleo en la absorbente y dura superficie de la pizarra. La negritud del fondo competía con las figuras, claras, perfectas y sutilmente iluminadas con los infinitos matices del color, pero oscurecidas por el tiempo, que revelan al espectador más allá del dolor y de la tragedia de la Muerte, la serenidad de la Virgen en la aceptación de su pérdida: escena crucial del pleno Renacimiento para la que Sebastiano del Piombo se había valido de un dibujo, hoy en el Louvre, regalado por su amigo, Miguel Ángel.
Tal vez Clara, en su muerte para todos nosotros inesperada, menos para ella, que fue consciente de su grave enfermedad, llegó a su horas finales acompañada de esa imagen de aceptación y de esperanza. Que así haya sido.
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