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CAFÉ PEREC
Columna
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Proust y los tranvías de México

Enrique Vila-Matas

¿Cuántos metros de vías de tranvía se construyeron en la Ciudad de México con el dinero de Proust? Suena quizás extraña la pregunta, pues al narrador francés resulta difícil relacionarlo con América Latina. Pero he aquí que el ensayista mexicano Rubén Gallo, al dar con el rastro de un amante venezolano del escritor, tiró del hilo y fue encontrando huellas de ultramar en la Recherche. El resultado ha sido un libro brillante, de fascinantes conexiones eruditas, Los latinoamericanos de Proust (Sexto Piso), por el que desfilan ciudadanos como el cubano Reynaldo Hahn, el argentino Gabriel de Yturri (que sedujo al aristócrata dandy que Proust transformó en el barón de Charlus), el temido crítico mexicano Ramon Fernandez (así, sin acentos, porque siempre se hizo pasar por francés)…

En un capítulo que se ocupa de la relación entre Proust, su agente de bolsa y la compañía Mexico Tramways, Rubén Gallo analiza la actividad de inversor en la que el francés se volcó durante tiempo, y nos va descubriendo la trama latinoamericana que pudo incidir en el subsuelo narrativo de la Recherche. Espiamos a un Proust insólito, atento observador —por la cuenta que le traía— de los avatares de la Revolución mexicana, así como de los vaivenes de su fortuna, enredada peligrosamente en los tranvías. De hecho, Proust llegó a escribir en clave sobre sus aventuras en la Bolsa. Recuérdese cuando en la Recherche narra la pérdida de dinero por culpa de la ya fallecida Albertine (en la vida real, su adorado chófer Agostinelli, desaparecido en accidente de aeroplano): “Desde su muerte no había vuelto a ocuparme de las especulaciones que había emprendido con el fin de tener más dinero para ella”.

Esto ocurría hacia 1914, cuando en México los tranvías eran el símbolo de la nueva cultura urbana, aunque corrían siempre el riesgo de quebrar. Riesgo y masoquismo iban unidos en Proust. Pero Mexico Tramways no se hundió hasta 1952. Dos años después, Luis Buñuel le dedicaba a la heroica compañía una elegía en clave de comedia, La ilusión viaja en tranvía, donde se narraban los avatares de una deriva por la Ciudad de México. ¿Qué chanzas haría hoy Buñuel si supiera que Proust financió las vías de su ilusionado tranvía? Sería divertido oírselas, como divertido ha sido hace un rato hallar otro punto en común entre los tan disímiles Buñuel y Proust: al deslizarme por uno de esos “pasadizos secretos” que tanto complacían al aragonés, he ido a parar a la Recherche, a cuando Albertine cae fatalmente de su caballo (trasunto del aeroplano de Agostinelli) y el apenado narrador lamenta que jamás acarició a “Albertine encauchutada de los días de lluvia…”.

El episodio me ha transportado al Buñuel de Ese oscuro objeto del deseo, al estupor de Fernando Rey ante una Carole Bouquet tan encauchutada como Albertine, con una inviolable faja de castidad medieval… Luego, ha caído la tarde, y he regresado a la imagen de Proust desolado ante su amante ya infinitamente inaccesible: “Quería pedirle que se quitara aquel armatoste. Pero ya no era posible: había muerto”.

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