Pobre Federico
En su yo existencial está escondido el héroe de la risa., aquel que no le dejaron seguir siendo
Pobre Federico. Lo asesinaron como a un perro, pero después de muerto le mataron la risa.
Lorca suena tan flamenco porque nos lo han contado trágico, doliente, quejumbroso. Y a fuerza de hacer del dolor un ejercicio sonoro, olvidaron su compás y su alegría.
Podría contar que el joven poeta asistía, contrariado, a un flamenco malentendido por la estela del antiflamenquismo. Y que, con las armas de la emoción y la libertad, arañando la herencia concéntrica sobre lo exótico que propuso el romanticismo (para los extranjeros, Andalucía; para lo andaluz, lo flamenco; para lo flamenco, lo gitano), se acordó de las lentes redondas del amor al pueblo y las condensó en gitanofilia poética.
Como a Blas Infante, se las rompieron.
¡Ah, el flamenco era lo auténtico! Lo singular y lo universal, la tradición y la renovación, la poesía y la música. Y el gitano era “el otro”, pero el otro nuestro que alambicaba símbolos e imágenes encontrados: la pobreza y la elegancia; la marginación y el orgullo de raza; la persecución y la resistencia; la injusticia y la victoria; el drama y la dicha. Como “canto primitivo andaluz” —dijeron entonces en Granada—, el flamenco de verdad era lo jondo, lo inaccesible. Y este pueblo gitano misterioso ostentaba el papel de su demiurgo, acrisolando una historia de siglos.
Pero ¿quién ha dicho que Federico es solo tragedia lorquiana? ¿Quién que no sabía del naturalismo de lo popular, de la inspiración de la risa? Mala suerte tuvo el jolgorio lorquiano, porque la algazara viene sola y a compás. Es más comprensible que la tragedia, pero menos lírica. Por eso hay quien la vio humillante, frente al retrato del llanto, la oscuridad y el viento, del trago de Pastora, del dolor gitano y los navajazos y la sangre, y el luto y la tumba, y el vino y la pasión arrebatada. Así que del Federico flamenco nos quedó apenas el patetismo del amor y de la muerte, de los sonidos negros y la leyenda. Un monopolio interpretativo: Lorca como “poeta para herir”.
Y yo digo ahora: le debemos a Federico aprender a leerlo —más—, a vivirlo —mucho más— y a contarlo con el gozo animoso de las tardes de verano, de chimpún, verbena y trocotró. El verdadero homenaje flamenco a su poesía no puede quedarse en la versión fácil del espíritu, sin contar con la tierra. La parte difícil (parece) es contar al Federico flamenco, fino oído, ritmo, soniquete, sinestesia del brillo de la música desde la alegría. “Poeta para curar”: a pesar de la congoja, “¡Cómo temblaba el farol!” va a compás de tangos.
Lorca suena tan flamenco porque nos lo han contado trágico, doliente, quejumbroso
Quiero ver a un Federico sonriente entre los flamencos, dispuesto a una chispita de cachondeo, disfrutón y metío en la fiesta, animado al piano y la guitarra, sublimando el dolor para reír, reír… Y ese que yo prefiero no está en los teatros, qué sinrazón. Aunque apenas se las pegara gordas con los gitanos que glosó (¡ay, esa madrugada en Pino Montano con Manuel Torre!), Federico sabía que bailaban y cantaban también para desternillarse, para la broma y la chanza, para “lo grotesco” que nadie quería ver, pero él veía. Los gitanos trogloditas aprovechaban el sablazo a los guiris, visitantes concertados para reinventarlos como “raza-primitiva-emergida-del-sustrato-imponderable-de-la-caverna” y blablablá, pero después hacían para ellos mismos sus fandangos chillones, y bailaban los tangos de los merengazos. Esos que alcanzó a grabar para el cinematógrafo la directora francesa Alice Guy, siendo Federico un niño chico.
El niño con el que se encontró toda su vida. El niño que todos seguimos siendo.
La fascinación de Lorca es su poesía, que nos acuchilla con el drama. Mas su vida luminosa y vibrante, transparente y generosa, el rescate de sus canciones populares, sencillas y sentimentales, forman también parte del hechizo y la verdad de Federico.
Solo si sabemos desnudarlo así vivirá eternamente, y nosotros con él. Porque en su yo existencial está escondido el héroe de la risa. Aquel que no le dejaron seguir siendo.
Cristina Cruces-Roldán (Sevilla, 1965) es profesora titular de Antropología Social de la Universidad de Sevilla.
Babelia
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