El activista incendiario
Dario Fo era el antisistema antes de teorizarse el antisistema mismo
Dario Fo padecía el síndrome de la creatividad compulsiva. Tenía la mente ocupada con unas ideas que se sucedían a otras a semejanza de un manantial embrujado. Y le tenían ocupadas sus manos. Dibujaba según hablaba, como si necesitara definir, materializar, el magma de la inspiración. Que no sólo explica la dimensión gigantesca de su obra, sino su asombrosa capacidad polifacética. Dramaturgo, actor, pintor, director de escena, sátiro, arlequín, juglar, cineasta, cómico de la legua, premio Nobel.
Y activista, hasta el extremo de que sus espectáculos predisponían una naturaleza asamblearia. El teatro era la coartada del mitin, como el mitin era la coartada del teatro, hasta el extremo de que algunas funciones terminaban disolviéndolas la policía como espectáculos subversivos, en los años de plomo y en hipocresía de la cultura democristiana.
Se jugaba el físico Dario Fo. Sobrepasaba el compromiso teórico y fatuo de los intelectuales de “sinistra”. La extrema derecha le ponía explosivos en sus funciones. Y las autoridades americanas le negaron el visado en 1980 porque les parecía Fo un revolucionario peligroso.
Sobrevino entonces la solidaridad de Arthur Miller, de Martin Scorsese, de Milos Forman, embrión en la creación de un mártir internacional e involuntario que sacudía con sus manazas y sus neuronas los tótems que habían construido sus compatriotas. Ninguno tan arraigado como la Iglesia ni tan vinculado al imaginario alternativo de Fellini.
Y no es que Dario Fo quisiera significarse como un ateo. Lo que hacía era militar en el movimiento antieclesiástico, precisamente porque su devoción a San Francisco, origen de su creación dramatúrgica más relevante, le obligaba a oponerse al boato, la intolerancia y el oscurantismo que emanaba del azufre del Vaticano.
Se desquitaba Dario Fo con el ingenio de la sátira y del sarcasmo. Y perseveraba en la construcción de la iconoclasia. Fo era el antisistema antes de teorizarse el antisistema mismo. Y siempre le convinieron rivales de envergadura en la dialéctica de los contrarios. Juan Pablo II fue un ejemplo elocuente. Y más aún lo fue Silvio Berlusconi, a quien el juglar dedicó una de sus obras más delirantes. El anómalo bicéfalo se titulaba, en alusión al trasplante de cerebro al que avino a someterse Silvio Berlusconi con un hemisferio propio y otro de Vladimir Putin, en el imaginario de Fo. Surgía así un monstruo híbrido que hablaba en italiano y maldecía Chechenia. Y que se hacía redimir a cambio de una terapia de regeneración capilar, a semejanza de un mito sansoniano.
Fue una premonición. El pelo de Berlusconi comenzó a crecerle en la realidad, del mismo modo que creció la indignación de Dario Fo respecto a la degeneración de la política italiana. Y entonces decidió dedicarse a ella profesionalmente, presentándose a la alcaldía de Milán en la lista de la izquierda y cayendo derrotado con estrépito porque su eslogan ya alojaba la derrota: “No soy un moderado”.
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