Courbet, pintor de paisajes vaginales
El escritor francés David Bosc rescata los últimos días en el exilio de Suiza del artista
Entra la luz azul del París de 1866 por la ventana de un estudio. Huele a tabaco de pipa, vino blanco y trementina. Sobre una sábana revuelta de pereza y lujuria una modelo abre sus piernas. En el lienzo el artista Courbet moja el pincel y descubre el color rosa más turbador de la Historia del Arte. Una pincelada de rosa erotizante para mostrar un sexo que parece a punto de devorar al espectador.
El hombre que pintó El origen del mundo, uno de los cuadros más audaces de la Historia, es el protagonista de la novela del escritor David Bosc (Carcasonne, 1973) La fuente clara (Demipage). Courbet sufre los días de su exilio en Suiza mientras deambula, divaga y agoniza en las páginas de este libro. Es un Courbet a punto de morir que intenta olvidar sus días en el París salvaje, sangriento y fabuloso de la Comuna. Y que expía culpas después de haber pagado con la cárcel y con una multa imposible su supuesta responsabilidad en la destrucción de la Columna Vendôme en los días de triunfo de la rebelión comunera. La Comuna es un sueño ya lejano que quedó desangrado en las últimas barricadas en Montmartre y en el Muro de los Federados del cementerio de Père-Lachaise aquellos días de mayo, en el tiempo de las cerezas.
Bosc disecciona en una novela-biografía o biografía novelada a un Courbet prematuramente envejecido, silencioso, que recuerda sus cuadros y que camina hinchado por el vino. Morirá el último día de 1877 de cirrosis. Ya no es el artista que con cada obra intentaba dinamitar el romanticismo para que entrara el realismo voraz, fierísimo, lleno de mugre, fealdad y también de la rabiosa belleza de lo cotidiano. Un Courbet que apenas recuerda al que entró en el siglo XIX para ponerlo del revés y dejarlo limpio de neoclasicistas, románticos, simbolistas e historicistas. El artista que echa el telón de un mundo para que comience otro. Justo cuando está a punto de irrumpir el impresionismo y la fotografía ha liberado al artista de tener que copiar la realidad. Un hombre en la frontera, en la tierra de nadie, en el abismo.
La novela de Bosc sirve de excusa para volver a un cuadro que fascina y asquea a un artista inclasificable.
Courbet es siempre un dilema, un problema, un desafío, una incomodidad. No hay más que ver los rostros de los que hoy observan El origen del mundo en el Museo de Orsay. Habría que filmar la contemplación de ese vientre “hermoso como la carne de un Correggio”, según escribió Edmond de Goncourt. El famoso psicoanalista Jacques Lacan, que fue uno de los propietarios del lienzo, analizaba la reacción de sus amigos cuando les enseñaba el cuadro que guardaba oculto en su casa. Se sumergía así en los misterios del voyeur. Ese cuadro le servía como laboratorio analítico de la psique. Era el que mira al que mira.
La novela de Bosc sirve de excusa para volver a un cuadro que fascina y asquea a un artista inclasificable. Hace un par de años la artista Deborah de Robertis realizó una performance en el mismo Museo de Orsay mostrando su sexo ante El origen del mundo como si estuviera ante un espejo. El escándalo existe como existía cuando se pintó el cuadro. No hay ojo de época, porque todas las épocas miran con sospecha el lienzo. La historia de esta obra es la crónica de un cuadro innombrable y clandestino. Se exhibe oculto en cámaras secretas y en gabinetes privados de coleccionistas erotómanos, viaja en maletas de doble fondo, queda escondido dentro de otro cuadro y sufre el robo y saqueo durante la Segunda Guerra Mundial.
El crítico Thierry Savatier escribió hace unos años la biografía de este lienzo maldito en El origen del mundo. Historia de un cuadro de Gustave Courbet, y que en España publicó en 2009 Ediciones Trea. Allí aparece el Courbet bizarro, osado y extravagante que pinta un lienzo que pretende desbaratar la historia del desnudo. Y se plantea la primera pregunta: ¿quién es la modelo? Se pueden rastrear semejanzas en sus otras mujeres pintadas. ¿Será alguna de sus bañistas despreocupadas? ¿O quizás se esconde en el sueño viscoso y dulce de sus mujeres dormidas? ¿Tal vez en las que posan desnudas con loros o con perros? Más y más escándalo. Hay varias hipótesis. Podría ser Jeanne de Tourbey, la ex lavadora de botellas que llegó a gran dama, culta amante “de todo el mundo”, según las jugosas crónicas de los hermanos Goncourt, y que reunía en su famoso salón a lo mejor del París del Segundo Imperio. Sí, podría ser.
O tal vez el paisaje vaginal pertenecía a Joanna Hifferman a la que Courbet pintó salvaje y desmelenada en Jo la irlandesa, aunque habría que recordar que era pelirroja, lo que descarta por lógica toda posibilidad. Y ahí están algunas de las modelos que posaron para él como Amaury Duval, Augustine Legaton o Henriette Bonnion. Sin descartar otra posibilidad del siglo de la fotografía, que Courbet tuviera inspiradoras instantáneas de desnudos que ilustraban discretísimos álbumes para consultar en la soledad de los gabinetes. No hay más que revisar las tiradas eróticas estereoscópicas conservadas en la Biblioteca Nacional de París que realizó Auguste Belloc, uno de los precursores de este mercado clandestino y por cuyo negocio estuvo en la cárcel. Sí, todo es posible en ese mundo desenfrenado, sexual, clitórico y despreocupado del París de Napoleón III. Quizás lo mejor sea pensar que podría ser una especie de monumento a la mujer desconocida, aunque hay quien en los últimos años se ha empeñado en encontrar el rostro del sexo pintado por Courbet rastreando improbables lienzos en tiendas de anticuarios.
Y si curioso es el misterio de la modelo, más aún lo es el viaje secreto del cuadro desde que lo adquiere el diplomático otomano Khalil Bey hasta que se cuelga en las paredes del Museo de Orsay en junio de 1995. Bey lo mantenía oculto tras una cortina verde en el cuarto de baño de su casa, en el número 24 del Bulevar de los Italianos, en el antiguo Hotel Brancas. Pero las deudas de juego obligaron al coleccionista a venderlo. A partir de ese momento se inicia la etapa más clandestina del lienzo clandestino de Courbet. Un secretismo a menudo adobado por grandes dosis de invención mezcladas con el inevitable moralismo que ha acompañado siempre a este cuadro.
Imaginamos el sexo abierto pintado por Courbet recorriendo las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial, oculto en museos secretos, depositado en bancos y temblando bajo los bombardeos.
En 1889, según una pista de Edmond de Goncourt, aparece en la casa del anticuario, coleccionista de arte oriental y marchante La Narde. El cuadro ya está oculto dentro de otro cuadro de Courbet, un paisaje del castillo de Blonay que Courbet pinta durante su exilio en Suiza. Una obra bucólica sin más intención que ser un cuadro-escondite.
En 1912 lo compra la galería Bernheim Jeune que lo vende al barón húngaro Ferenc Hatvany, coleccionista que lo esconde –su eterno destino- entre las cornucopias y los canapés exquisitos de su palacio típico del espíritu de la Mitteleuropa. Pero con la Segunda Guerra Mundial llega la leyenda. Cuenta Thierry Savatier en su ensayo que durante muchos años el mundo del arte creyó en la versión oficial de que la colección del barón había sido saqueada por los nazis y que el ejército rojo la recuperó para luego devolverla. Sin embargo, habría que introducir un matiz importante. El origen forma parte del botín de guerra de los rusos. Imaginamos el sexo abierto pintado por Courbet recorriendo las cicatrices de la tragedia europea, oculto en museos secretos, depositado en bancos, temblando bajo los bombardeos. El origen del mundo a punto de desaparecer. La carne caliente y palpitante convertida en cenizas bajo el ruido de la guerra.
Terminado el conflicto bélico, el barón Hatvany inicia la búsqueda de su cuadro. Pero ese lienzo debía de estar almacenado en el depósito de un gran museo ruso, era un secreto de Estado y Stalin seguía vivo. Una elipsis aliviará al lector: el barón consigue finalmente recuperarlo de las zarpas del oso soviético, aunque es un misterio cómo. Hay una hipótesis en la que El origen parece el argumento de una película de espías: pasó clandestinamente el telón de acero en el doble fondo de una maleta. Así al menos lo relataba la segunda esposa de Lacan, Sylvie Bataille.
De todas formas lo importante es que el lienzo ya está otra vez en Francia. Lo compra el psicoanalista Jacques Lacan por sugerencia de su esposa en 1954. A la muerte de Lacan, éste lo donará al Estado y en el verano de 1995 el mundo queda asombrado –y en buena parte escandalizado porque así es el ojo de todas las épocas- cuando se muestra en la Sala Courbet del Museo de Orsay. L’innominato, el que nunca se nombra, está ahora a la vista de todos, junto a las mujeres dormidas, las marinas, las naturalezas muertas y los ciervos y corzos que agonizan en la nieve. Cuerpos y paisajes macerados por el tiempo, pudriéndose salvajes y bellísimos por un exceso de vida.
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