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Columna
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Torear en Wimbledon

Ni los minutos de silencio duran ya un minuto. Eso cuando no se camuflan con una cancioncilla que garantice la educación de los cafres

Javier Rodríguez Marcos

Algún día echaremos de menos aquellos incómodos silencios de ascensor. En una entrevista de verano de hace 20 años, Jesús Quintero le preguntó a Curro Romero por qué no toreaba en Pamplona. “Porque me duele la cabeza con tanto ruido”, respondió el torero. “¿Cuál es el público que más te gusta?”, quiso saber también el periodista. Y cuando uno esperaba que hablara de Sevilla, Madrid o Bogotá, el diestro contestó: “El del tenis, es tan educado, organizado y silencioso...”. Hoy no podría decir lo mismo. Todos los deportes se han futbolizado: mientras los deportistas corean cada jugada, el público abuchea a los contrarios fiel al espíritu olímpico: lo importante es participar. Ni los minutos de silencio duran ya un minuto. Eso cuando no se camuflan con una cancioncilla que garantice la educación de los cafres y la emoción de todos.

Cualquier miope sabe que oyes menos si te quitas las gafas, pero a veces no basta. No hace falta ser ni cartujo ni John Cage para darse cuenta de que la ausencia de ruido va camino de limitarse a cierto vagón del AVE. Paradójicamente, el silencio es una conquista de la misma civilización que se vuelve cada día más ruidosa. Ni siquiera una actividad como la lectura, de la que hoy parece inseparable, estuvo siempre vinculada a él. Sabemos que en el siglo IV antes de Cristo los soldados de Alejandro Magno quedaron desconcertados cuando lo vieron recorrer una carta con la mirada. Nunca habían visto a nadie que al leer no lo hiciera en voz alta. Seiscientos años más tarde, San Agustín consideró digno de anotar en sus Confesiones la extravagancia de que San Ambrosio leyera sin levantar la voz, una forma que no sería habitual en Occidente hasta el siglo X. En la Edad Media, como en la antigüedad, no se leía con los ojos sino con los labios. Solo lo que se oye puede ser comprendido, pensaban. Hoy una biblioteca parecería un enjambre.

Dado que en los Juegos Olímpicos buena parte de la contaminación sonora tiene que ver con la exaltación nacionalista, una idea para mitigar el ruido sería suprimir los himnos. Puestos a elegir música, la entrega de medallas podría amenizarse con la canción favorita del campeón. Eminem, Young Jeezy, Beyoncé o los Guns N’ Roses sustituirían al chundachunda que hincha a los exaltados hasta el punto de confundir rival con enemigo. Nos arriesgamos a que suene la Macarena, cierto, pero es lo que tiene la globalización: también en muchos países de África y de Asia los himnos tienen, sospechosamente, rasgos occidentales. El de Japón, no tanto. Nos vemos en Tokio.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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