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Chiringuitos para saciar la sed lectora

Un día entre novelas, diarios y cómics en una biblioplaya en Girona. El sistema de préstamo de libros en extiende por arenales, piscinas y hasta lagos de toda España

Usuarios de la biblioplaya, en uno de los arenales de Llançà (Girona).
Usuarios de la biblioplaya, en uno de los arenales de Llançà (Girona).Toni Ferragut
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En un mundo desquiciado y franquiciado donde hemos dejado de ser ciudadanos para convertirnos en clientes, las bibliotecas —públicas, laicas y gratuitas— son uno de los últimos refugios de la sociedad civil. La biblioteca como almacén de libros y bibliotecarias regañonas, pasó a la historia. Las actuales, además de libros, ofrecen películas, un lugar silencioso para estudiar, se organizan cuentacuentos, conferencias o grupos de conversación para hacernos la ilusión de que algún día aprenderemos a hablar inglés. Y cuando llega el calor, las bibliotecas se calzan las chancletas e inician sus propias misiones pedagógicas de verano en forma de bibliopiscinas, biblioplayas e incluso bibliolagos.

La biblioplaya de Llançà (Girona) cumple 11 años. Las playas con biblioteca no son tantas; grandes ciudades como Barcelona han dejado de ofrecer el servicio. Así que arranco a ver cómo funciona en esa población que pertenece a una Costa Brava menos acantilada y menos masificada, llegando ya a Port Bou, a pie de frontera con Francia.

La carretera que lleva a Llançà cruza un paisaje apaciblemente deshabitado donde la vegetación se agita por el viento norte. Muy cerca de aquí, Dalí, un loco muy cuerdo, tuvo una de sus ideas: armar en el castillo de Quermançó, aupado sobre un peñasco, un gigantesco órgano de los vientos accionado por el soplo de la tramontana. Una idea que también se llevó el viento.

Tras 17 kilómetros, aparece Llançà y su playa de arena gruesa agrisada. La biblioplaya es una caseta sencilla con sillas y mesas de plástico de terraza de bar modesto. El viento agita las hojas de los periódicos firmemente sujetos por bastidores de madera como los de los cafés de antes. En un día grisáceo en el que hay pocos bañistas, aquí las tres mesas largas están llenas. Dos señoras leen la prensa: una de ellas es una veraneante con el diario Ara,la otra, que hace muchos años vino de Córdoba y se quedó, lee una revista del corazón.

Cómics, periódicos y libros se mezclan en las playas.
Cómics, periódicos y libros se mezclan en las playas.Toni Ferragut

—Venimos aquí todos los días. Ya es una costumbre.

Este brazo playero y con espíritu de chiringuito de la activa biblioteca Pere Calders de Llançà está atendida por el risueño Anselm, asistido por un joven ayudante, Gustau. Explica que hoy la meteorología turbulenta ha disuadido a la gente de la playa, pero que suelen tener una afluencia de alrededor de 150 usuarios: “el 60% son extranjeros: franceses, holandeses, belgas, algún suizo…”. La cantidad de libros es pequeña, pero hay volúmenes en varios idiomas y una sección especialmente surtida de libros infantiles.

En realidad, a la literatura siempre le ha gustado irse a la playa. La escena crucial de El Quijote se resuelve en los arenales de una Barcelona donde los turistas no iban en tanga sino vestidos con armadura de hojalata y sueños de caballería febriles. Allí el bachiller Sansón Carrasco, transfigurado en el Caballero de la Blanca Luna, lo descabalga de un trompazo y lo devuelve cabizbajo a ese lugar de la Mancha del que no quería acordarse.

Arenales ‘noir’

Hay playas de azúcar que traen mensajes de amor, como en el Mensaje en una botella de Nicholas Sparks y otras que traen cadáveres. Le sucede en las pesquisas ideadas por Ramiro Pinilla en Cadáveres en la playa a Samuel Esparta, ese Sam Spade de Getxo que se viste con gabardina y un sombrero que le trajo su tío de América. Y también le pasa al no menos peculiar policía Leo Caldas de Domingo Villar en La Playa de los ahogados, cuando aparece cerca de Vigo el cadáver de un marinero con las manos atadas.

Aunque ninguna playa tan sofocante como esa de las afueras de Argel que describe Albert Camus y recorre Meursault en El extranjero. Ese sol aplastante que caía a plomo y se quebraba en pedazos sobre la arena, esos destellos sobre el mar que le resultaban insoportables. Meursault siente a cada paso “una espada de luz surgida de la arena” y es en esa “ebriedad opaca” que sucede la tragedia y terminan por caer lágrimas de sangre en la arena.

En la playa de Llancà llega una familia con tres niños y rápidamente se hacen con unos cuentos, hojas en blanco y lápices de colores, y se sientan a la mesa muy concentrados a dibujar. Al poco, llega un hombre fornido en bañador con la piel alangostada y, antes de que lo pida, Anselm le alarga el Daily Mail, que agradece con una sonrisa cómplice. Hay 14 periódicos de diferentes nacionalidades.

—Tiene más salida la prensa que los libros. El cómic también se lee mucho. Cuando aprieta al calor la gente requiere lectura más ligera.

Pensando en ese público de lectura veraniega, la selección de libros es pequeña pero incluye aventura y evasión: Alberto Vázquez-Figueroa, Christian Jacq, Anne Perry, Danielle Steele, Stephen King, Donna Leon… también algunos autores más literarios como Clara Sánchez, Olga Xirinacs o Zoé Valdés.

—Algunos extranjeros que nos visitan han donado libros -me comenta Anselm.

—¿Y los de aquí no?

Agita la cabeza, más resignado que contrariado.

—Son otros hábitos. Te produce una gran satisfacción cuando hay personas que te felicitan por el servicio, pero suelen ser extranjeros. Ellos aprecian que se hagan cosas así porque lo ven como un esfuerzo. Aquí se considera más una obligación.

Ante las montañas

Enfrente está la Sierra del Socarrador y una cadena de montañas no muy altas que parecen ir agachándose a medida que alcanzan el mar pero que no hay que desdeñar: es el punto final los Pirineos. El viento sube, el mar se remueve y la playa se vacía. ¡Vaya con la tramontana!

—Bueno, esto de la tramontana es una leyenda urbana de la gente de Barcelona. No es para tanto.

Será así, pero aquí el cielo está cada vez más negro y se está armando una ventolera gorda. En el mostrador donde guardan el material hay un cuenco lleno de piedras redondas que señalo con afán detectivesco: efectivamente, son para que no se vuelen los periódicos o los dibujos de los niños.

Explica Anselm que para los jóvenes lectores tienen un carnet con premio: pueden llevarse un libro y han de rellenar una ficha donde comentan el libro. Al llegar a cinco libros pueden tener como premio un estuche de rotuladores. “El presupuesto que tenemos es modesto, pero se hace todo lo que se puede para incentivar a los chavales a leer”.

Rompe a llover sobre la Playa del Port. Gotas gruesas como puños. Los pocos bañistas que aún resistían en la arena corren hacia la biblioplaya. Primero, bajo la techumbre, pero al ser de rejilla, se convierte en una casa con goteras y todos nos apretujamos en el interior de la caseta. Estamos como en el metro en hora punta. Con la que está cayendo, la biblioteca se convierte, una vez más, en un refugio contra la intemperie.

En cuanto afloja, la gente desfila a toda prisa. Los bibliotecarios se quedan solos. Falta media hora para la hora de cierre habitual, pero Anselm suspira e indica que van a cerrar. La lluvia ha ganado la partida.

O no…

Aparece, apresurados y mojados, un matrimonio con dos niños. El padre pregunta desolado si ya está cerrada la biblioplaya. Anselm sonríe: “¡Y tanto que no!”. Me cuenta el padre que la niña, que tiene siete años, tenía mucha ilusión por encontrar un libro de peces. Explica que normalmente le gustan más los libros de animales, pero en esos días de veraneo en la costa, de repente se ha interesado muchísimo en las cosas del mar. La niña rebusca entre la estantería, encuentra un libro y con esa naturalidad sin protocolo de los niños, se sienta en el suelo a leer con los ojos brillantes.

Esa niña que sueña con peces de colores en una pequeña biblioplaya hace que uno siga creyendo que no está todo perdido. Me vuelvo hacia el coche bajo una fina lluvia y la tramuntana ulula rítmicamente. Es como si se hubiera hecho realidad aquel órgano imaginado por Dalí que convertía el viento en música.

Antonio G. Iturbe es escritor y director de la revista Librújula.

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