Una ikurriña de ultramar para Al Capone
De bandera francesa, estas dos islas al lado de Terranova muestran aún la enorme influencia de los pescadores vascos, pero fue Al Capone el que dejó la impronta más turística
La historia moderna de Saint Pierre et Miquelon no se concibe sin la repercusión que adquirió la visita de Al Capone. No por razones turísticas, sino porque este paraíso fiscal de bandera francesa al socaire de Terranova (Canadá) se convirtió también en el paraíso del alcohol en los tiempos de la ley seca. Y fue Al Capone quien ejerció de gran patriarca libertario.
Se instaló en una suite del Hotel Robert —una placa recuerda la estancia— y organizó desde allí una mayúscula red de contrabando, entre otras razones porque Saint Pierre et Miquelon se encuentra a 1.000 kilómetros de la frontera de EE UU. Y porque su posición estratégica en las rutas de los barcos pesqueros permitía disimular a bordo los cargamentos de ron o de whisky. Y de vino europeo también, pues los trayectos de ultramar relacionaban las orillas del Atlántico con una fluidez equivalente a la que ahora proporciona la velocidad del dinero negro.
Tiene gracia la analogía porque aporta a los paraísos fiscales una suerte de asociación al hampa. Podrían arraigarse en cualquier erial o en cualquier barrio de cemento armado, pero se mimetizan en islas secretas, en parajes extremos, en relatos furtivos, como si el dinero que circula de manera invisible aprovechara la inercia y el glamur de la antigua piratería.
Al Capone fue un pirata a su manera. Un mafioso que recaló en 1927 para comprobar personalmente la prosperidad que había adquirido el archipiélago francés gracias a la industria del alcohol. Se construían en los astilleros embarcaciones velocísimas para agilizar el transporte clandestino; se diseñaban sistemas de comunicación muy sofisticados como remedio al acecho de las autoridades; se empaquetaban hasta cinco millones de botellas de champán al año. Y se llegó a levantar un edificio entero con el reciclaje de las abundantes cajas de madera: Villa Cutty Sark.
Era la manera de reconocer un mito de la historia de la navegación —el famoso clíper que está varado en Greenwich— y de canonizar una marca de whisky que había sido ejemplarmente prohibida, de tal manera que la prosperidad de Saint Pierre et Miquelon se malogró en cuanto el comercio y consumo de alcohol se rehabilitaron de nuevo en Estados Unidos.
Fue necesario asimilar la gran depresión económica, reemprender la actividad de los pesqueros. Y reconciliar el archipiélago con sus orígenes. Porque Saint Pierre es el patrón de los pescadores. Y Miquelon es... un misterio. Sabemos que proviene del euskera. Y tenemos noticia de que aparece por vez primera en el cuaderno de bitácora de Martín de Oyarzabal. Miquelon sería un aumentativo de Mikel. Y un antecedente del apelativo cariñoso que identifica al ciclista Indurain, aunque el aspecto iconográfico más llamativo del archipiélago subcanadiense concierne a la ikurriña que aparece en el extremo izquierdo de la bandera. Y es una ikurriña ortodoxa. Un reflejo y un recuerdo de los pescadores vascos que faenaron en estas aguas heladas. Tenían su puerto en San Juan de Luz y llevaron hasta Saint Pierre su idiosincrasia y sus costumbres lúdicas, hasta el extremo de que las fiestas patronales no se explican sin los torneos de pelota vasca, los concursos de aizkolaris y el fervor que generaliza una corpulenta prueba de arrastre de pescado. Impresiona y desconcierta la olimpiada porque este archipiélago de 242 kilómetros cuadrados se encuentra a 4.300 kilómetros del País Vasco, aunque también le proporciona un argumento a su propia “promiscuidad” histórica y cultural. Tan antigua que los primeros pobladores se asentaron 3.000 años antes de Cristo. No se llamaba entonces Saint Pierre. Ni tampoco la Isla de las 14.000 vírgenes, que fue el nombre de bautismo que escogió el conquistador portugués João Álvares Fagundes en 1521.
Historia moderna
Empieza entonces la historia moderna del archipiélago y se originan también entonces las disputas territoriales, casi siempre como tributo a la discordia de los franceses y de los ingleses en la hegemonía del Atlántico septentrional. Tuvieron ocasión de reconciliarse en la emergencia de la II Guerra Mundial. De hecho, el episodio que más orgullo ha comportado a los habitantes de Saint Pierre proviene de la primera victoria militar y hasta naval que la Francia libre infligió a la Francia ocupada en 1941.
Se produjo muy lejos del Hexágono [como se denomina a Francia por su perímetro hexagonal], es cierto, pero adquirió un enorme valor simbólico y propagandístico, sobre todo porque la escaramuza militar demostró las habilidades de Charles De Gaulle en un periodo de incertidumbre y recelos internacionales. Se explica así que el carismático general regresara a Saint Pierre con el rango de presidente. Y que oficiara un discurso sentimental que reconocía al archipiélago un lugar en la historia de Francia: “Aquí empezó nuestra victoria, compatriotas”.
Y aquí se ha arraigado un paraíso fiscal, no ya por las peculiaridades del ventajoso sistema tributario, sino porque Saint Pierre, igual que otros territorios ultramarinos franceses (Saint Martin, Martinica, Saint Barthélémy) forman parte de una anomalía extraterritorial en la que se comete con asiduidad el delito de evasión y de blanqueo de capitales.
Es una de las contradicciones de la Unión Europea. Y no conviene frivolizar con el asunto, por mucho que el souvenir predilecto en Saint Pierre et Miquelon sea el sombrero blanco de Al Capone.
Una guillotina de cine
Solo hay constancia de haberse empleado una sola vez la guillotina en Norteamérica. Y fue necesario transportarla hasta Saint Pierre en barco desde la lejana Martinica (Caribe), aunque la mayor complicación sobrevino cuando las autoridades competentes no encontraron un verdugo cualificado.
Y finalmente apareció. Un inmigrante al que convencieron para decapitar a Joseph Neel el 24 de agosto de 1889, acusado como estaba de haber asesinado al compatriota monsieur Coupard.
La historia adquirió una extraordinaria repercusión cuando el cineasta francés Patrice Leconte la extrapoló al celuloide. Reclutó a las máximas figuras nacionales —Juliette Binoche, Daniel Auteuil— y convenció al colega Emir Kusturica para debutar al otro lado de la cámara.
El experimento cristalizó felizmente con el estreno de La viuda de Saint Pierre en el año 2000, incorporando toda clase de licencias históricas y artísticas, pues la guillotina, como los niños, no venía de Martinica, sino de París.
Babelia
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