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El libro de la semana

La escritora y el pez

La desasosegante Fleur Jaeggy ha reunido en 'El último de la estirpe' una colección de cuentos y memorias fantásticas

Getty

Imaginemos una familia bien, rica, suiza. La madre es aficionada a los juegos de azar. El padre es un hombre sensible, es decir, los demás no le importan, porque los que son “tan sensibles como para que se les declare sensibles” son insensibles al dolor de los demás. Hay dos hijos, hermano y hermana. El hermano, siete años menor, llama a su hermana XX, como si quisiera tacharla dos veces. La hermana espía, observa, cuenta las conversaciones familiares: escribe. Quiere dárselas de escritora. El hermano prefiere la invisibilidad, no hablar. La hermana anula al hermano, lo da por muerto cuando escribe del hermano. Y el hermano, para vengarse, será el que escriba la historia como quien redacta un informe policial. ‘Soy el hermano de XX’ es el primero de los 20 relatos que componen El último de la estirpe (Sono il fratello di XX), de Fleur Jaeggy.

Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940) escribe, como XX. Creció entre dos lenguas maternas, el alemán y el italiano, su idioma literario. Vive en Milán. El filólogo Cesare Cases la definió como “probablemente la más grande escritora italiana”. Anna Maria Ortese la vio como un ave rara desde sus primeros libros, El dedo en la boca (1968) y El ángel de la guarda (1971), novelas breves o cruce de monólogos representables sobre un escenario. Le ha dado a Franco Battiato palabras para su música. Su voz canta los versos alemanes de Shakleton, la canción que Battiato dedicó al legendario explorador polar.

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Cuando empecé a leer a Fleur Jaeggy la encontré afín al Thomas Bernhard casi desconocido de Amras, una novela breve de 1964, y al humor horrible de Samuel Beckett, pero su luz me parecía contagiada de los poemas de Georg Trakl. En Los hermosos años del castigo, su novela de 1989, me crucé con Walser: una antigua interna del Bausler Institut, en el Appenzell, iniciaba sus recuerdos del colegio situándolo en “la región por la que Robert Walser daba sus innumerables paseos cuando estaba en el manicomio de Herisau”. Las criaturas de Fleur Jaeggy viven en espacios cerrados como tubos de ensayo: internados, manicomios, laberintos de hielo, sótanos y barcos, el hogar familiar.

Así es en su nuevo libro, El último de la estirpe, colección de cuentos, o fragmentos de autobiografía o memoria fantástica en la que comparecen su amiga íntima Ingeborg Bachmann y algún otro amigo famoso. Pero también es un libro sapiencial, como todos los de Fleur Jaeggy, si la sabiduría es paradójica y parte de una contradicción nuclear: la contradicción de vivir para morir. “¿Qué quieres hacer cuando seas mayor?”, pregunta la abuela, y el niño contesta: “Quiero morir. Pronto”, como un arquero que quisiera alcanzar cuanto antes el blanco. En los mundos de Fleur Jaeggy, tan ágiles, tan rápidos, sopla “un aire terrible de sueño, de sueño último, perpetuo”.

¿Existe “el placer de llegar hasta el fondo de la tristeza”, como se leía en uno de los cuentos de El temor del cielo (1994)? La continuidad entre las distintas obras de Fleur Jaeggy ha ido dando realidad a un único universo imaginario. Pero la literatura de Fleur Jaeggy tiene —y por eso es extraordinaria— un impulso feliz, una misteriosa alegría.No habla la jerga del sentimentalismo. En contra de la propaganda institucional, no glorifica los vínculos familiares, tantas veces peligrosos. Descubre un mundo nuestro en el que “la tristeza es casi una culpa”. En la nave Proleterka, que en 2001 dio nombre a una novela, la adolescente protagonista se embarca con su padre, al que apenas conoce, en un crucero de millonarios, buen sitio para aprender a esconder la tristeza. En ‘Ósmosis’, de El último de la estirpe, una voz eclesial nos avisa: “No está permitido estar triste. Alabado sea el Señor. Se agradece aquello que no se tiene”.

Fleur Jaeggy descarna las frases. Su humor es casi mudo: tiene una vitalidad de viejo cuento infantil de terror. Surge como esas palabras crueles que no esperaba uno decir y sorprenden incluso a quien las dice. Es difícil callar: “Las personas, casi todas, no saben preocuparse de los demás con delicadeza, modestia y sin presunción (…). Hay que dejar en paz la tristeza de los demás”, jardín pequeño, Arcadia feliz y delicada. Pero “observar a los demás es siempre interesante”, dice la primera frase del cuento ‘Gato’. Y observamos a un gato: caza a su presa y, antes del golpe mortal, se distrae, mira a otro lado. Ese desapego momentáneo “forma parte de un mecanismo de precisión”. Así es escribir: divagación, caza de palabras, desapego de las palabras.

Otra historia de El último de la estirpe: Fleur Jaeggy come con Oliver Sacks en un restaurante del Bronx. Su interlocutor, sin embargo, no es el ilustre neurólogo, sino un pez con el que establece una silenciosa fraternidad y que mira a la escritora desde el acuario de las piezas que acabarán en la mesa de disección del cocinero.

El último de la estirpe. Fleur Jaeggy. Traducción de Beatriz de Moura. Tusquets Barcelona, 2016

192 páginas. 17 euros

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