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El chándal y el olivo

Píndaro enunció que la gloria olímpica perdura más allá de la muerte

Dibujos de una vasija de la antigua Grecia, del Museo Olímpico de Lausana.
Dibujos de una vasija de la antigua Grecia, del Museo Olímpico de Lausana.

En el mundo antiguo los poetas y los escultores modulan la presencia social de lo divino. Por eso están en el corazón del certamen olímpico. Los atletas victoriosos ceñían sus sienes con una corona de olivo, cortada con una hoz de oro por un joven elegido. Después venían los honores a largo plazo: una estatua o un poema. Aunque ya no estamos en una época literaria, nuestra percepción del olimpismo sigue siendo estatuaria y poética. Queremos seguir teniendo los cuerpos proporcionados de los mármoles helénicos. Y, sin haber leído a Píndaro, anhelamos que se cumpla la promesa de sus odas triunfales. Él fue quien enunció (como los matemáticos enuncian un axioma) que la gloria olímpica perdura más allá de la muerte. En el siglo VI a. C. este poeta tebano representa ideales a la vez arcaicos y aristocráticos, dos líneas fuertes que permanecen agazapadas en el misterio del deporte olímpico, porque las innovaciones sociales y tecnológicas se desvanecen cuando llega el momento de la verdad. Aunque sucede en público, la gloria olímpica sigue siendo un secreto.

Píndaro escribió varias colecciones de odas. Las más famosas son las Olímpicas. En una sociedad educada en la literatura, los atletas competían poéticamente. Soñaban su futuro poema mientras lanzaban el disco. Con precisión y belleza, como debe hacer un poeta, Píndaro definió para siempre el mito del olimpismo: “el juicio sagrado de los Grandes Juegos / y la fiesta cada cuatro años”. El poeta retransmite, los Juegos Olímpicos en un diferido que vale más que cualquier directo: “el néctar destilado de los Juegos, ese don de las Musas, / yo los envío a los hombres”. Leerlo es difícil. Traducirlo requiere a veces un adivino más que un intérprete. Resulta oscuro hasta que destella. En el principio de su Olímpica primera estableció que lo mejor es el agua (“el agua es bien precioso/ y entre el rico tesoro / como el ardiente fuego en noche oscura /así relumbra el oro”). Profetizó las medallas de oro y hasta la natación olímpica, que en el mundo antiguo no existían.

La Grecia antigua se nos aparece ahora como metáfora en miniatura de nuestro mundo. El certamen olímpico daba cohesión nacional a los griegos, atomizados en ciudades-estado diferentes. Pitágoras comparó la vida con los Juegos Olímpicos, a los que acuden tres tipos de personas: los atletas, por la gloria; los comerciantes, por el dinero: los espectadores, que buscan solo la contemplación, son los mejores, como los filósofos.

Por otra parte, el ritmo cuatrienal pautaba la vida de los griegos. Los biógrafos nos cuentan que Platón vivió veinte olimpiadas. Bella manera de nombrar los ochenta años que quizá acabe retornando.

En el siglo I a. C. Horacio describe la literatura como deporte. En su Arte poética, la Carta Magna de la Literatura, describe los sacrificios del atleta, que han cambiado muy poco: “El que ahora se esfuerza por llegar /corriendo hasta la meta deseada, /mucho sufrió de niño, entrenó mucho, /sudó y se quedó frío, se privó / de Venus y de vinos”. No sabemos si los escritores deben también privarse de fiestas y de sexo. Pero si alguno quiere publicar algo verdaderamente nuevo “sude mucho y se esfuerce”. El premio será como el del atleta: “¡Tan grande honor le corresponde a los vocablos!”.

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Cuando se restauró el olimpismo con los Juegos Modernos, Pierre Fredy de Coubertin (1863-1937) quiso recuperar el proyecto clásico, incluyendo competiciones literarias y artísticas, con medallas tan válidas como las deportivas. Como en el deporte, se intentó excluir a los profesionales, lo cual perjudicó la calidad. Curiosamente el mismo Coubertin ganó, bajo seudónimo, la primera edición literaria con una Oda al deporte.

Los Juegos Olímpicos de París en 1924 se vieron envueltos en una eclosión literaria digna de la Hélade. Se acuñó la categoría de “escritores deportivos”. Se debatió si debían ser también deportistas. La poetisa inglesa Margaret Stuart ganó la medalla de plata de París con Sword songs. La de bronce fue para Francia con Vers le dieu d’Olympie, de Charles Gonnet, quien además de escritor era jugador de rugby, nadador y patinador. En Berlín, el italiano Bruno Fattori se llevó la plata con unas odas triunfales tituladas Profili Azzuri. Estos escritores no solo han caído en el olvido. Sus obras están perdidas y, lo peor, sus nombres han sido borrados del medallero olímpico.

Meditaciones y relatos

La gran obra que queda de esa efervescencia poética son las Olímpicas de Henry de Montherlant, que en 1924 era un hidalgo aficionado a practicar el fútbol y el atletismo. Montherlant alterna poemas con meditaciones y relatos. Fue un acontecimiento la gran atención que dedicó al cuerpo femenino musculado, cosa no del todo incoherente con su misoginia. Describió mucho mejor los cuerpos masculinos, el sudor, la camaradería de los que compiten: “Si se rindiese culto a las Horas, adoraría la Hora en que puse mi pie en este estadio”, dejó escrito.

Cartel de los juegos de París en 1924, del Museo Olímpico de Lausana.
Cartel de los juegos de París en 1924, del Museo Olímpico de Lausana.

Las vanguardias literarias acogieron eufóricas todas las modalidades deportivas. Paradójicamente, al mismo tiempo, el olimpismo pasó a ser un fenómeno de masas, y se encargaron de representarlo otros: el cine, la televisión y últimamente internet.

De los recientes destellos olímpicos en nuestras letras, mencionaré solo tres, desordenadamente. La revista literaria Matador ha publicado hace menos de un mes un número espléndido dedicado a los Juegos Olímpicos. Su gran formato hace que las ilustraciones y los textos parezcan tener las dimensiones de la gran pantalla o incluso del estadio, magnitudes que se nos hacen inevitables cada vez que pensamos en el deporte olímpico.

Antes, Luis Antonio de Villena celebró al gimnasta ruso Alexei Nemov invocando el número de oro. Y, en fin, Aurora Luque, la más griega de nuestros poetas, nos dio en 2004 la síntesis perfecta, por posmoderna, de los Juegos Olímpicos de Atenas: “Esta mezcla del chándal y el olivo”.

Juan Antonio González Iglesias es poeta, autor de Olímpicas (2005) y Decatletas (2012), y profesor de Filología Latina en la Universidad de Salamanca.

El eclipse olímpico

Los Juegos Olímpicos antiguos contaron con la animadversión de las grandes religiones monoteístas. El historiador Flavio Josefo, que nació alrededor del año 37 después de cristo, cuenta que Herodes el Grande organizó competiciones deportivas entre los judíos, y llegó a ser uno de los más generosos patrocinadores de los Juegos griegos. Los judíos ortodoxos criticaron ese derroche por corromper sus tradiciones.

Algo similar les pasó a los primeros cristianos. El emperador Teodosio, en el año 393, consolidó el cristianismo como única religión y abolió los Juegos. El Islam llegó tarde a esta batalla. ¿Qué les molestaba? ¿El paganismo de la fiesta? Sí, y quizá más sus manifestaciones concretas: el cuerpo, el desnudo, el erotismo. La posibilidad de un cumplimiento pleno del ser en este mundo. También la felicidad física (y metafísica): el ánthropos en el kósmos, el continuum feliz de la piel con el mundo.

Aunque el Papa Juan XXIII bendijo los Juegos de Roma en 1960, la reconciliación del cristianismo con el olimpismo empieza antes, por vía literaria. En la Salamanca del XVI, Fray Luis de León tradujo la Olímpica Ide Píndaro, El agua es bien precioso. A finales del XIX, el obispo Montes de Oca tradujo todas las Odas de Píndaro en su México natal, comparándolo con la Biblia e imitando prudentemente a Fray Luis. También en esto el fraile es un adalid de nuestra modernidad literaria y un hito de la literatura olímpica. Merece la corona de olivo junto a la de laurel. Y un oro absoluto.

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