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Columna
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Con tacto/s

De los griegos a hoy, Occidente opacó la reflexión sobre la piel, empobreciéndose

Una mujer morena se pinta las uñas de los pies en cámara lenta —una gota carmín por dedo— con delicadeza casi oriental. Es —lo sé mientras sucede y también ahora, mucho tiempo después— lo más hermoso que han visto mis cuatro años, así que cierro los ojos para atesorar la imagen que volverá como caricia, más allá de la infancia, a curarme del vértigo en belleza.

¿Por qué ese recuerdo, entre tantos? Quizá porque mi madre, la mujer de melena selvática y uñas color vino, es el comienzo feliz de todo lo que vale para mí contarse, en una línea que parte de ella a mis hijos. Aunque las historias cambien con los años (¡ahora dice haberlas pintado siempre de blanco!) y la memoria reordene a piacere los fotogramas de la película de nuestras vidas al vaivén de palimpsestos y mareas.

Aquella ceremonia privada y femenina (vahos de quitaesmalte y copos de algodón a granel) vuelve a mí este agosto, un mes que huele a frío en Buenos Aires, y evocarla es todo en uno: talismán, conciencia y cobijo contra la intemperie. Más que una escena, una contraseña capaz de tocar lo que pervive donde conmueve, para resonar en lecturas recientes.

De los griegos a hoy, preso de la centralidad de la vista, Occidente opacó la reflexión sobre la piel, empobreciéndose. En El sentido olvidado. Ensayos sobre el tacto (Mardulce), Pablo Maurette propone filosofar de manera táctil, gozando la soberanía de un sentido que es muchos a la vez: texturas, temperaturas, placer y dolor se desentrañan en él.

Profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Chicago, Maurette auspicia ese redescubrimiento, zambulléndose en los textos de Lucrecio, Melville, Cortázar y Knausgård, entre otros autores. Y ahonda: “háptico”, explica en su magnífico libro, es el adjetivo de origen griego (una palabra menos fea, creemos, contribuiría a salpimentar el roce), que nuestro siglo acuñó para aludir a lo táctil, literal y metafóricamente, poniendo en evidencia su peso de motor emocional. Porque tocar es también ser tocado, percibir al mismo tiempo el afuera y la interioridad, percibir el propio cuerpo.

Hacer contacto es la clave de la especie, del beso fugaz al vídeo febril compartido en Snapchat. Por eso, cuando vuelvo a la postal que abre estas líneas, celebro su legado sensual: en su gesto, entiendo ahora, mi madre delineaba una noción de intimidad, una forma de pararse en el mundo ¿de pies hablábamos? con todos los sentidos.

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