Veranos de manga larga
Cuando un pipiolo José Luis Borau, que entonces no hacía películas y solo escribía en los papeles sobre cine y cosas de leer, se acercó a Ernest Hemingway y le pidió una entrevista al salir de una corrida de toros, le llamaron mucho la atención unas manchas en su cara y en sus manos. Borau creyó que eran quemaduras, marcas de aventuras bajo el sol de África, y así lo dejó escrito, pero es probable que fueran placas de psoriasis o alguna forma de dermatitis, algo que el Borau periodista de 1956 intuía que no quedaba bien en el retrato de un héroe.
Hemingway colocó unas "manchas marrones" en las mejillas y en los brazos de Santiago, el pescador protagonista de El viejo y el mar, y las atribuyó a un cáncer de piel “benevolente” (sic). Pero si ha habido un escritor que ha hecho de la piel y su enfermedad un arte, es John Updike. Dejó constancia de lo mucho que le hacía sufrir su psoriasis en unas crónicas en The New Yorker, y fue uno de los temas de su novela El centauro.
Aunque la psoriasis es una enfermedad muy común, son muy pocos los escritores que hablan de ella. Yo mismo, que al parecer soy un escritor autobiográfico, apenas he contado algo sobre mis manchas marrones y benevolentes. Entiendo el silencio como entiendo las mangas largas en verano. En un mundo que se rinde al cuerpo y donde los gordos son casi criminales, la playa, el calor y la ropa que no nos tapa bien son fuentes de ansiedad. Deseamos que llegue el otoño para esconder los brazos en la chaqueta salvadora.
No soy tímido ni muy apocado, pero me ha costado mucho aprender a ignorar las miradas groseras y las muecas de asco. Cuando alguien se queda observando una placa escamada de mi brazo, me gustaría frotársela por la cara y gritarle que lo mío es muy contagioso y no tiene cura, pero hasta hace poco solo sentía vergüenza y ganas de salir corriendo.
Es una cuestión de actitud: a Hemingway nadie se atrevía a mirarle con aprensión porque abría las puertas con ímpetu y se reía como un cíclope. Así es como alguien con psoriasis debería entrar en una playa, como si sus manchas fueran el recuerdo de una aventura en África. Así, todos nos verían con los ojos del joven Borau.
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