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Jan Garbarek impone su jazz nórdico

El saxofonista noruego protagoniza junto a Jose James la última jornada de Jazzaldia

El saxofonista Jan Garbarek y su banda durante su actuación en el Festival de Jazz de San Sebastián.
El saxofonista Jan Garbarek y su banda durante su actuación en el Festival de Jazz de San Sebastián. Javier Etxezarreta (EFE)

En otros países, los festivales tienen artistas residentes, aquí tenemos artistas recurrentes a los que uno ve año tras año, con lo que se termina cogiéndoles cariño. Jan Garbarek, por ejemplo.

Hasta en cinco ocasiones ha venido el saxofonista noruego a Donosti, la última, tocando jazz gregoriano, con perdón. Ayer, fue el turno de su cuarteto titular, con el que viene girando de un tiempo a ésta parte. Y el Kursaal, a tope (algún hueco en el gallinero, poco más). Y es que, en San Sebastián, por las razones que sean, gusta lo nórdico, aunque a veces resulta difícil encontrar salmón en el desayuno. Científicos de todo el mundo intentan encontrar una explicación al enigma.

Garbarek, qué duda cabe, es una grande del jazz en Europa, aunque no siempre lo que toca sea jazz (últimamente, casi nunca). Tiene un sonido característico, que no es el de sus discos para ECM, y según afirma, proviene de Gene Ammons. Y en diciendo esto, que uno le mira directamente a los ojos: “¿Me está hablando en serio?”.

Que un saxofonista de los de pelo en pecho y gesto feroz pueda servir de inspiración al glacial Garbarek constituye otro misterio, como el del salmón en el desayuno. Para entendernos: Jan Garbarek hace una música épica y decorativa, la B.S.O. perfecta para una nueva serie de televisión que podría llamarse Noruegos por el mundo. Todo en ella está en su sitio, salvo lo que no lo está, y entonces uno se despierta sobresaltado mirando a quienes, como él, acaban de despertarse. Puede ser un solo de boogie woogie del pianista, o Trilok Gurtu haciendo “chof chof” en un barreño lleno de agua con sus gongs. Cosa más vistosa y entretenida. Gurtu hace de la palabra -la onomatopeya, lo que, en jazz, llamamos scat-, tambor; y del cajón afro-peruano-gitano, un nuevo instrumento: el cajón afro-peruano-gitano-hindú. Apúntese el nombre de mi invención.

Terminó el asunto con lo que bien podía haber sido un Calipso on the rocks, cruce entre el ritmo caribeño y los hielos eternos donde vive Garbarek, que uno no sabía si dar palmas o echarse el plumón a la espalda no fuera a darle un pasmo.

Del Kursaal corriendo a la Trini, la plaza de la Trinidad, para escuchar al tipo más cool del mundo, José James, sus gafas de sol y su sombrero a juego, y la cortina de cuentas color castaña llegándole del cuello a salva sea la parte delantera, que, cuenta, compró a los indios en Canadá (los desayunos del Costa Vasca dan para mucho). El Nat King Cole del nuevo milenio recientemente desbigotado se nos presentó en versión ascética, su trío y un puñado de canciones dedicadas a “los amantes, la paz y el amor universal” (y el desarme nuclear, la industria automovilística norteamericana y los próximos Juegos Olímpicos en Rio de Janeiro). Cantó Ain´t no sunshine, de Bill Withers; y The man who sold the world, de David Bowie. Hizo esa cosa que él hace imitando a los deejays, un pasito pa´lante, María, un pasito pa´tras; como un disco rayado de los de antes o Mariano Ozores trabucándosele la lengua en el “Un, dos tres”; y, cuando todos creíamos que el asunto estaba visto para sentencia, apareció Christian Scott con su joyerío a acuestas, y su trompeta “a la Gillespie”, y aquello fue otra cosa, menos cool y más hot, o sea, más jazz. Contaba James en el desayuno que lo de anoche fue el comienzo de una larga amistad, dicho de otro modo, que, a la que nos descuidemos, sacan disco a dúo. Pues mira qué bien.

Terminó la noche en el Victoria Eugenia con un espectáculo de jazz y repentismo, los bertsolaris, que ya no son los ancianos de mirada turbia y txapela calada hasta el entrecejo de otros tiempos, sino ciudadanos corrientes y molientes, en el mejor sentido de la palabra, con la capacidad de improvisar sobre lo que sea en la lengua de Etxepare y Leizarraga. Lo que se ve en un festival de jazz, no se ve en ninguna otra parte.

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