El último milagro de Christo
El artista búlgaro, célebre por sus obras monumentales, regresa por partida doble con una pasarela flotante en un lago italiano y una escultura gigantesca en la Costa Azul
Su regreso ha sido poco menos que triunfal. Christo, el artista que marcó una época envolviendo edificios, puentes y hasta islotes de suntuosas telas, no ha perdido todavía su capacidad de sorprender a las masas. Lo demuestran sus primeros proyectos en más de una década, destapados en las últimas semanas con un éxito apoteósico. Sus llamados Floating Piers, tres kilómetros de pontones flotantes sobre el Lago de Iseo, en la región de Bérgamo, casi le han hecho morir de éxito. Resucitando un proyecto inicialmente pensado para Buenos Aires, Christo ha comunicado la ciudad de Sulzano con dos pequeñas islas situadas a proximidad, a través de una pasarela de tela naranja que confiere al visitante la ilusión de caminar sobre las aguas. La desmontará este domingo tras haber seducido a cerca de medio millón de visitantes y provocado un auténtico colapso en la región, con los hoteles completos y los trenes desbordados.
A la vez, Christo expone una monumental escultura en la Costa Azul: una mastaba de nueve metros de altura, inspirada en las construcciones funerarias del antiguo Egipto y compuesta por un centenar de barriles de petróleo de colores. El artista la acaba de instalar en uno de los patios interiores de la Fundación Maeght, a una veintena de kilómetros de Niza, desenterrando una idea que tuvo en los setenta. Se trata de una reproducción a pequeña escala del mayor de sus proyectos hasta la fecha: una pirámide de 150 metros de altura formada por 400.000 bidones, que piensa erigir en el oasis de Liwa, a un centenar de kilómetros de Abu Dhabi. Si se termina por materializar, será la mayor escultura del mundo, demás de su único proyecto no efímero.
Christo Vladimirov Javacheff parece tan arrebatado y excesivo como su arte. Acaba de cumplir 81 años, pero su energía sigue siendo pasmosa. El artista habla por los codos, y no le gusta que le interrumpan ni le lleven la contraria. Cuando se le propone tomar asiento para empezar la entrevista, prácticamente se ofende. “Estoy muy bien de pie. Trabajo 15 horas al día sin sentarme. En mi edificio no hay ascensores: subo y cabo un centenar de escalones 15 veces al día. No es por mantener la forma, sino porque me gusta experimentar sensaciones físicas”, afirma junto a su obra. En el fondo, en eso consiste también su arte: en obligar a su espectador a tomar conciencia de un entorno que, de tan corriente, ha acabado siendo invisible. Es al ocultarlo cuando cobra el protagonismo que seguramente merece.
Del Central Park neoyorquino al salvaje interior de Australia, pasando por sus intervenciones en el Pont Neuf de París o el Reichstag de Berlín, sus obras siempre implican ocupar el espacio público. Y, en consecuencia, batallar durante meses, años o incluso décadas para obtener los correspondientes permisos. “He logrado hacer realidad 22 proyectos, mientras que 37 no han sido ejecutados”, explica Christo. “Parecerá poco, pero mi obra no es como pintar un cuadro. Más bien se parece a la arquitectura. Y, si un arquitecto dijera que ha logrado levantar la mitad de sus proyectos, a nadie le parecería poco”, se justifica. Sus obras están a la vista durante solo algunas semanas, algo que refuerza “su carácter único”. Permanecen abiertas “durante las 24 horas del día” –a su pesar, la pasarela del Lago de Iseo es una excepción: desde esta semana cierra por las noches por motivos de seguridad– y siempre son “completamente gratuitas”. Christo se autofinancia vendiendo dibujos y esbozos de sus proyectos, cuyo precio puede ascender hasta los 200.000 euros. También acompaña sus intervenciones gratuitas con exposiciones de pago, como es el caso tanto en Italia como en la Costa Azul.
Sus obras se distinguen por su inhabitual gigantismo, pero también por la manera en que las presenta ante el mundo. Christo aborrece las fiestas de inauguración y ese exagerado culto al creador que caracteriza el arte de nuestros días. "Todavía hay gente estúpida que me pregunta si podrán cortar la cinta en la inauguración”, se indigna. Lo considera la prueba de que su radicalidad sigue siendo necesaria, pero también de que no ha cedido “ni un milímetro de su libertad”. Dice que no escapó de su país para terminar perdiéndola. Hijo del director de una fábrica química y de la administradora de la Academia de Bellas Artes de Sofía, Christo empezó a dibujar a los 6 años. A los 21, mientras los tanques soviéticos invadían Budapest, decidió abandonar su país y nunca volvió la vista atrás. “Escapé para poder convertirme en artista. Pasé por Viena y por París, pero terminé encontrando mi lugar en Nueva York. Es una ciudad de inmigrantes, la única donde se acepta que alguien pueda hablar tan mal inglés como yo”, bromea con su grueso acento. Christo vivió como apátrida durante 17 años, hasta que consiguió la nacionalidad estadounidense. Pero, en cierta manera, sigue sintiéndose un indocumentado. “Me siento conmovido por los refugiados que cruzan Europa, porque yo me he encontrado en su situación. Y en una época que aún era peor, porque el mundo era todavía más ruin”, sostiene.
La mujer de su vida fue Jeanne-Claude, a quien conoció en París a finales de los cincuenta. Era una chica de buena familia, hija de un militar y de melena intensamente pelirroja. No tenían nada en común, salvo la misma fecha de nacimiento: el 13 de junio de 1935. El flechazo fue casi inmediato, pero ella ya estaba prometida. Tras su luna de miel, dejó a su marido por Christo. El artista recuerda que, durante toda su vida, viajaron en aviones distintos. Así, si uno se estrellaba, el otro podía continuar con su obra conjunta. Eso es lo que hace Christo desde que, en 2009, Jeanne-Claude falleció de una ruptura de aneurisma. “Es muy difícil trabajar sin ella. Era una persona extremadamente crítica, muy partidaria de la discusión, que siempre encontraba soluciones para todo. Heredé a sus dos ayudantes, así que ahora trabajamos los tres en el mismo despacho. Cada vez que tenemos un problema, nos preguntamos: “¿Qué haría Jeanne-Claude?”. La echamos terriblemente de menos, pero es como si todavía estuviera ahí”.
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