La Señora Graham
Libros del K.O. vuelve a publicar en español ‘Una historia personal’, la autobiografía de la afamada directora ejecutiva de The Washington Post Company.
Al funeral de Katharine Graham (1917-2001) asistió la plana mayor del mundillo político, empresarial y periodístico de Estados Unidos. Todos llegaron bajo el intenso sol de la capital federal a bordo de lujosas limusinas o coches deslumbrantes, custodiados por decenas de guardaespaldas. Aquel verano del año en que derribaron las Torres Gemelas de Nueva York (un acontecimiento que no alcanzó a ver la mítica editora), en las primeras filas de la Catedral Nacional de Washington estaban, muy bien enlutados, personajes como Edward Kenney, Alan Greenspan, Madeleine Albright, Henry Kissinger, Bill y Hillary Clinton, Rudolph Giuliani, Bill Gates, Barbara Walters, Bob Woodward, Carl Bernstein y Dick Cheney, quien acudió en representación del entonces presidente George W. Bush, que se encontraba de gira por Europa. Oficialmente no lo era, pero a todas luces se efectuó un funeral de Estado. Porque la Señora Graham fue una de las mujeres más poderosas del mundo.
Ella convirtió a The Washington Post en uno de los periódicos más respetados del mundo. Después del suicidio de su marido abandonó sus labores de “perfecta ama de casa” o “mujer felpudo” y manejó con mano de hierro la empresa informativa que reveló, por ejemplo, los Papeles del Pentágono y el Watergate, la investigación que propició la caída del presidente Richard Nixon. Los detalles de su vida, del antes y el después del éxito, los contó en Una historia personal, la autobiografía con la que obtuvo del Premio Pulitzer en 1998 y que ahora Libros del K.O. acaba de publicar.
Es la segunda vez que el libro se edita en español (la primera corrió a cargo de la editorial Alianza) y en sus páginas hay una intensa labor de reportería, pues la mujer de melena voluminosa e infaltable collar de perlas realizó más de 250 entrevistas y repasó cientos de cartas, papeles de su empresa y documentos oficiales, con el objetivo de darle una mayor precisión a su escritura llena de sinceridad. Graham cuenta aquí su vida de “niña bien”, sus difíciles relaciones con su marido alcohólico y mujeriego, así como las inseguridades, aciertos, “batallas” y errores mientras estuvo al frente del Post. Es la memoria de la época dorada de la prensa, cuando además de hacer negocio se brindaba un servicio público a la sociedad y de cuando, ay, los dueños y editores de los medios de información eran cómplices de sus platillas de reporteros. Es el relato de un tiempo que los veteranos recordamos ahora con nostalgia y que, tal vez, no vuelvan a disfrutar la mayoría de los principiantes.
Hija de un banquero y de una periodista, Katharine Meyer Graham formó parte del equipo del San Francisco News y luego del Washington Post. En 1940 se casó con Philip Graham, un abogado de Harvard que no tardó en ser nombrado director del Post. “Mi padre había comprado el diario en una subasta a precio de saldo, lo impulsó y lo afianzó. Llegado el momento, puso al frente a mi marido y no a mí. ¿A qué padre de esa época se le podía ocurrir que una mujer, por más preparada que estuviera, sería capaz de dirigir una empresa?”, recordó en una vez en una conferencia la dama que solía recibir a la élite estadounidense en su mansión del barrio capitalino de Georgetown, donde también crió a sus cuatro hijos.
Para intentar superar la muerte de su esposo, la Señora Graham hizo un breve viaje por los mares Negro y Egeo y a su regreso, en septiembre de 1963, fue nombrada directora ejecutiva de The Washington Post Company. “Lo que hice, en realidad, fue dar un paso, cerrar los ojos y saltar al vacío. Lo sorprendente es que caí de pie”, escribió en su libro. “A pesar de mi timidez, tenía tanto miedo de estar sola que empecé a salir con mucha frecuencia, sobre todo en Nueva York. La vida social se convirtió en mi capricho y mi forma de diversión.”
Por actitudes como esa, su amigo Truman Capote le organizó en 1966 una fiesta. Fue “el baile en blanco y negro”, uno de los grandes acontecimientos de la época debido a las personalidades nacionales e internacionales que asistieron. “Para mí fue muy agradable, quizá porque mi vida real no tenía nada que ver con ese ambiente. Me sentí horada y, aunque tal vez no era mi estilo, por una noche mágica me sentí transformada”, concluyó entonces la invitada de honor a aquel sarao, al que acudió con un vestido largo y un antifaz.
Sus principales retos vendrían luego, acompañados por las presiones de la Casa Blanca: la publicación de la información sobre los entresijos de la guerra de Vietnam, la llamada crisis de los misiles y el sonado watergate, que acabó con la dimisión de Nixon (“Fue un momento de soledad para el periódico. A veces, cuando estaba sola, pensaba: si esta noticia es tan importante, ¿dónde están los demás?”). Y, en 1975, la huelga de las rotativas (que ella hizo a un lado con la contratación de un grupo de trabajadores “no sindicalizados” para echar andar las máquinas y que el periódico no dejara de llegar a los kioscos y a los suscriptores).
“Quise revisar mi vida porque mi historia personal contiene elementos a la vez inesperados e irrepetibles. Reconozco el riesgo del egoísmo y he intentado mantenerme lo más objetiva posible, pero deseaba contar lo que había sucedido desde mi punto de vista. Y, en el proceso, confiaba en llegar a entender de qué manera la educación y la forma de vivir configuran a una persona”, reflexionó al final de su autobiografía.
Aquel 23 de julio de 2001, durante su funeral en la emblemática catedral neogótica de Washington, el histórico director del Post, Ben Bradlee, dijo ante los ilustres asistentes que Kay, como la llamaba él y su círculo más cercano, “tenía amor por las noticias, amor por las respuestas y amor por un poquito de acción.” Y contó una anécdota: “una vez, cuando estaba en la ducha, Kay recibió una llamada de Ronald Reagan. En albornoz y con el pelo chorreando, tomó bolígrafo y cuaderno y atendió al presidente, que le pedía que el Post no publicara una historia sobre una fracasada operación de espionaje a la Unión Soviética. Lo gracioso es que nosotros ni siquiera habíamos oído hablar de esa operación. Kay nos avisó enseguida y, claro, nos pusimos a investigar el asunto.”
Hoy, 15 años después de la muerte de Katharine Graham, su familia ya no domina The Washington Post, las instalaciones de su redacción son las más modernas del mundo, su director ha sido objeto de una película oscarizada y su modelo de negocio está a punto de marcar tendencia, en aras de desterrar la crisis de los medios. ¿Qué opinaría de todo esto la Señora Graham?
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