El laberinto como paraíso encontrado
El pintor tiene una cabeza formidable, que ningún senador romano hubiera desechado para su busto. Cuando uno se acerca a ella casi puede oír el rumor de su pensamiento
Frente a Picasso que decía, "yo no busco, yo encuentro”, Luis Gordillo podría decir: “A mí me sucede lo contrario. Solo la búsqueda es el final de mi camino”. Por mi parte, aquel día me pasó algo parecido. Tratando de llegar al estudio de este pintor en un pueblo de las afueras de Madrid, elegí una dirección equivocada y tuve que dar innumerables vueltas a las rotondas infames, optar sobre la marcha por cruces de carreteras y autopistas erradas, aceptar señales de tráfico que me llevaban a urbanizaciones de adosados imposibles. Después de asumir esta búsqueda como un fin en sí mismo, me di oficialmente por extraviado. Una Ariadna familiar, Pilar Linares, vino a sacarme del laberinto para llevarme con un hilo hasta el estudio de Luis Gordillo y después de contemplar su obra bajo la luz espléndida que se cernía a través de los fanales, de regreso a casa no pude abrir la puerta porque había perdido las llaves en los senderos circulares entre las flores de primavera que rodeaban su taller. Nunca las cosas suceden de forma gratuita. El azar tiene una lógica estricta, de modo que este lance, lejos de parecer una anécdota, es la clave para iniciarse en la obra de este artista, un laberinto en el que el espectador halla todo el placer en dar vueltas y más vueltas a su estética sin que le importe en absoluto perderse y no encontrar salida.
Luis Gordillo tiene una cabeza formidable, que ningún senador romano hubiera desechado para su busto. Cuando uno se acerca a ella casi puede oír el rumor de su pensamiento. Esa cocción de neuronas que bulle dentro de su cráneo sale al exterior con siseo sevillano convertido en frases irónicas, precisas, dramáticas, siempre directas al grano, ya se trate de arte o de cualquier monserga de la vida cotidiana. En la foto que acompaña esta estampa el artista ha sustituido los ojos por dos cuencos de acero y sus manos adoptan el gesto de estar afinando un catalejo como si solo estuviera interesado en contemplar hacía dentro el paisaje de su cerebro. En 1964, después de un viaje a Londres, Gordillo se inició en el pop pintando cabezas, pero la angustia que lo llevó al psicoanálisis se derivaba de lo que veía en el interior de la suya propia, de la que era exclusivo propietario y responsable.
Cuando este artista elige el pincel, el color, el soporte adecuado y se dispone a pintar ya tiene el trabajo hecho. Cualquier imagen que traslada al lienzo está extraída de esa asociación de formas adquiridas mediante descargas de neuronas que forman duplicidades, pictogramas, sueños indescifrables, figuras enigmáticas de muñecos o espectros cerebrales destruidos que tratará de interpretar o de recomponer.
El taller de Gordillo tiene el suelo alfombrado con papeles que con bocetos, intentos, propósitos, imágenes repentinas de un espejo roto en mil pedazos. Ese cúmulo de papeles pintados forma senderos que se bifurcan y uno tiene que ir saltando sobre ellos con cuidado para no pisar lo que mañana serán obras de arte. En la mesa donde están los pinceles, los tubos de colores, los potingues de aguarrás y otras sustancias, sobre el tablero a modo de paleta, las mezclas han formado un tapiz que uno puede imaginar como aquella charca primigenia donde una membrana comenzó a latir por ósmosis y engendró la primera célula. Desde entonces la química orgánica ha consistido en partirse sucesivamente en dos hasta formar mediante prueba y error el infinito árbol de la vida. Como la propia vida este creador pinta varios cuadros a la vez, engendra criaturas bajo el impulso desordenado de la inspiración.
Todo el esfuerzo estético de Gordillo lo ha dirigido a no dejarse encasillar, por eso es a la vez proteico y geométrico, genésico y virtual, fotográfico, lúbrico y orgánico y cuando los críticos corren tras su obra galopante para meterle en el casillero de un ismo el artista se vuelve líquido, como en esa foto en que Gordillo aparece nadando vestido en su piscina abrazado a un flotador. El artista mira a la cámara muy serio. “No, no, esto no es un juego”- parece decir al espectador. Su ropa de calle diluida en los reflejos del agua compone formas iridiscentes con ángulos de luz que son todo Gordillos.
Nació en Sevilla, en 1934. Estudió Derecho, que no le sirvió ni siquiera para defenderse a sí mismo de su propia angustia. Hizo Bellas Artes. Viajó a París al final de la década de los cincuenta donde absorbió las vanguardias. Por ese tiempo ya se había planteado el dilema: pintar o suicidarse. Una vez más se estableció la cuestión de si el arte puede detenerte en el borde del acantilado antes de tirarte al vacío. Pero tal vez el vacío, como atracción, es la forma más excelsa de belleza. Luis Gordillo en lugar de suicidarse optó por arrojarse al fondo de sí mismo a través del psicoanálisis que en este artista ha constituido una doble forma de vivir.
Pop, informalismo, fotografía, imágenes digitales, diseño gráfico, documentales, todo un cúmulo visual, a medio camino entre la abstracción y realismo depurado. Luis Gordillo es el ejemplo más claro de que siendo un ser autodestructivo es a la vez el más clarividente para encontrar significados a su confusión vital. Tiene un cuerpo sólido, una inteligencia laberíntica con descargas de escepticismo feroz. Pero ahí está su cabeza de senador romano. Si te acercas a ella la oirás pensar.
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