Michael Kiwanuka, el chico que aún colecciona discos en el salón
El británico ugandés integra junto a Kings of Convenience y Benjamin Francis Leftwich una mágica tripleta del sosiego en el segundo día del Mad Cool
Michael Kiwanuka es un londinense de árbol genealógico ugandés, pelazo afro, camiseta de color naranja asalmonado y una habilidad pasmosa para escribir canciones que parecen sencillísimas pero supuran emoción en proporciones parecidas a las del cacao para el chocolate negro. Kiwanuka también es desde anoche uno de los grandes triunfadores del Mad Cool, festival gracias al que se dejó ver por vez primera en Madrid. Cuatro años después de debutar con un disco deslumbrante, Home again, y a un mes de entregarnos el segundo, Love & hate, ya no sabe bien uno con qué carta quedarse, si queremos más a papá o a mamá. El repertorio antiguo sonó afianzadísimo en la Caja Mágica; el nuevo, absolutamente excitante.
Y eso que no había empezado del todo bien la cosa. Michael abre con una extraña introducción a la guitarra sobre teclados planeantes, algo no muy alejado (también en aburrimiento) de esos Pink Floyd decadentes del último David Gilmour. Pero el magisterio arranca con One more night y, sobre todo, con los ocho minutos de Tell me a tale, mágica intersección del Sam Cooke de You send me y el Van Morrison de Astral weeks, tan ardorosa que ni siquiera la ausencia de vientos y metales la debilita en intensidad. Hasta la misma disposición en el escenario, con los músicos muy juntos y ladeados, para verse las caras, remite a los años setenta. Es como si el Bill Withers clásico o los Mad Dogs de Joe Cocker hubieran renacido para tomar cuerpo entre nosotros.
En realidad, Michael Samuel Kiwanuka es un chico de 29 años al que, en contra de la tendencia generacional, se le intuye una abrumadora colección de discos en el salón. A lo largo de sus 60 minutos maravillosos pudimos escucharle retazos de funk carnívoro, ecos africanos, folk engarzado con blues, guiños a Curtis y abrazos a Marvin. En las baladas acústicas (Black man, I’m getting ready) parece un Paul Simon negro, infiltrado de alguna manera por el espíritu de Nina Simone. Y su obstinato final en Love & hate, aderezado por una guitarra en la que escuchamos a Prince aunque el príncipe nos dijera adiós para siempre, es tan bello que podríamos haberlo tarareado unas cuantas horas más sin resentirnos.
Es curioso que la calma y la finura, virtudes en teoría tan alejadas de las grandes aglomeraciones festivaleras, predominaran también en el otro momentazo de la tarde-noche. Kings of Convenience, el delicioso dúo noruego que se basta con sus dos guitarras y las armonías vocales en cualquier circunstancia, hizo bandera del susurro incluso en un evento en el que nadie habría comprado un boleto solo por verles a ellos. O sí: relegados al escenario 4, uno de los más pequeños, la organización se encontró con grandes colas de público que anhelaba alguna deserción para hacerse un huequito en las gradas.
Erlend Øye y Eirik Glambek Bøe integran una banda para escuchar en un teatro, a ser posible recoleto. Pero escriben tantas preciosidades e irradian tal encanto personal que el público, embrujado, atendió como si en vez de junto a la depuradora del Manzanares nos encontráramos en el enjambre del Village. El paralelismo con Simon & Garfunkel resulta manifiesto, pero, como buenos nórdicos, lo suyo es más paritario: en vez de un genio y un rubio que canta muy bien, aquí tanto el rubio (Erlend) como el moreno (Eirik) son escandalosamente brillantes.
La tripleta del sosiego en este festival de mogollones y colas demenciales la completó el británico Benjamin Francis Leftwich, que tuvo las santas narices de comparecer por el escenario 5 en la más completa soledad, con su cara de chico retraído, la guitarrita acústica y esa lindísima voz musitada de pena. Era el primer concierto español en toda su vida, y él solito se bastó para disfrutarlo y deslumbrarnos entre susurros. Suena como un Ben Howard más modoso, con el dosificador de Nick Drake en posición moderada; como Bon Iver sin tanto trauma, como si James Vincent McMorrow regresara a los cuarteles de invierno. Todo sencillo, todo entrañable: nos presentó a su hermano, que le afina las guitarras entre bambalinas. Y todo encantador: esos arpegios cristalinos de Shine o Summer nos reconciliaban con los sueños, con las tardes perezosas, con los tiempos en los que la vida no parecía una cuenta atrás.
En contraste, los Augustines practican un sonido marcial y eufórico, tanto como para que cueste habituarse a la idea de que nos encontrábamos ante un humilde trío. Hay mucho bombo en la batería, muchas granas de alborotarse y soltar fraseos agudos, una especie de solemnidad para tiempos de épica. Como, por ejemplo, que los cuerpos aguanten durante estos festivales de tres días completos, una empresa nada menor a la que estos neoyorquinos bien podrían ponerle banda sonora. Billy McCarthy y sus chicos empezaron con diez minutos de retraso, como si las piezas no encajaran, pero su recién alumbrado This is your life es un disco pegadizo y directo. Casi como aquel Cruel city, que sigue siendo el tema que más se le corea.
Twin Atlantic se vieron algo lastrados por la coincidencia horaria con los imparables León Benavente, pese a que los escoceses dirimían su debut absoluto en suelo español. Y a que reúnen alguna singularidad aún más significativa que haber teloneado Springsteen, Foo Fighters o Biffy Clyro; sobre todo, provenir de Glasgow y no ser una banda de melodistas, sino de gamberros. Con ese cantante arrabalero y malote, Sam McTrusty, como gran instigador, la pista se puso a brincar como loca con Hold on aunque muchos ni la conocieran. Merecía la pena ser brincada, bien mirado: parecían The Gaslight Anthem con orgullo europeo, que en plenas turbulencias del brexit ya es mucho decir mucho.
Y tras el arriba mencionado Leftwich, un ratito de Band of Horses fue una estupenda manera de terminar. Siempre más musculosos en escena que frente a la luz roja del estudio, los chicos de Ben Bridwell se dieron el gusto de repasar alguno de los zambombazos (Casual party, In a drawer) de su recién alumbrado Why are you OK? Pero fueron la preciosa Laredo o la desolada No one’s gonna love you las joyas del repertorio. Otra lenta, qué cosas: otro jalón para este extraño viernes del sosiego.
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