Aires de Woodstock en Madrid
El Mad Cool y su nuevo público han vivido su primera noche juntos. Aquí, un paseo entre y más allá de los escenarios
No solo de música viven los festivales. De ello daban fe, con el sol todavía arriba, los primeros que cruzaban la pasarela hasta la explanada de escenarios vaso de plástico (de un litro) en mano. Barras, puestos de comida, un mercado de diseño que no se salta el protocolo hipster, documentales, exposiciones o graffiteros con Rat Boy y Alondra Bentley como banda sonora. Mucho verde (artificial, eso sí), colores brillantes que un joven engominado denominó "epatantes", noria y diademas de flores a la entrada
Quien acabe de volver del Primavera Sound se dará de cara con tantas similitudes como diferencias: la sensación de encontrarse en un lugar conocido.
-“Esto es un poco Primavera pero sin playa, y sin Barcelona, claro”.
-“Bueno… Primavera, Primavera tampoco. Es todo como un poco hippy, como menos pijo, ¿no?”.
La conversación, entre un espigado rubio platino con sudadera XXXL y una pelirroja de labios delgados y rojísimos, tenía de fondo una de las primeras canciones de Lori Meyers, en el escenario Matusalem. El Mad Cool se ha ocupado de iniciarse en esto de los macrofestivales con toda la enjundia. Y los que asistían al bautizo, también.
“Música, arte, fotografía, diseño, cine y restauración”, dice su folleto-guía para no perderse, #ThePlaceToBe, es el hashtag… La realidad es que parece más de lo que fue, al menos en su primer día. Pero se le presuponen ciertos ajustes por aquello de los inicios. La pretensión es, según el festival, “una celebración cultural, la convivencia de varias expresiones artísticas en un mismo espacio, de manera sostenible y responsable y haciendo una fusión entre la ciudad y el medioambiente”. Y ese camino han empezado.
Un cactus en una mano y un mapa en la otra
En el pasillo central, justo después de recoger la pulsera blanca, empiezan los pequeños puestos, en madera, por supuesto, y se alargan y bifurcan en una L hacia la derecha justo hasta llegar a la pasarela sobre el Manzanares. Es el Mad Room Design (de la mano del Mercado de Diseño de Matadero). Calcetines de media caña, gafas de sol con montura de madera, faldas de capa y suelos vinílicos con estampados de los años 50. Mapas, tazas de porcelana, cojines pastel, cactus. Si alguien entrase desnudo a la Caja Mágica, podría salir vestido y con todo el atrezo para convertirse en un híbrido entre el hipster y el muppie.
Algo así son Simon Blo, un barcelonés de 26 años y Jonny Casamenti, florentino a punto de cumplir los 30. Detrás de una miniexposición de láminas, chapas y camisetas, el segundo bosqueja algo sobre un papel, el primero sonríe. Casamenti llegó a Madrid el pasado noviembre “porque el mundo de la ilustración aquí está más vivo”, algo que enlaza con sus dibujos, siluetas de corazón y pulmones rellenas de otros organismos vivos. Blo lo respalda, es de Aprouch, una agencia que “catapulta el diseño emergente a nivel nacional e internacional”.
Justo frente a ellos, un madrileño tímido de 43 años coloca con mimo una carcasa de móvil. Es Javier Gómez, el creador de Supercarcasa, fundas para móviles de policarbonato: cactus, peces, flamencos, frases… “Un día me puse a buscar una carcasa de calidad para mi móvil. Y no me fue tan fácil encontrarla. Así que monté Supercarcasa”. Morgan empieza a sonar en el escenario MondoSonoro a las 20.00; al lado, Abraham Tabios y Dani West, los creadores de la marca Pitágoras LTD Edition Barcelona. “Outfit unisex completo, menos zapatos y gorras, para vestir único, bien y a buen precio”, bromea serio Tabios. Tienen la estructura de una pirámide iluminada bajo la que cualquiera se puede hacer un selfie y subirlo a Instagram. “Las cuatro que tengan más likes se llevan una camiseta”, explica West. Todo está enlazado a las redes, todas las tarjetas de las decenas de puestos tienen su nombre en Instagram, en Facebook, en Twitter, en Pinterest.
Pinceles de madrugada
Los stands empiezan a cerrar con la medianoche, ayer con el sonido contundente de Garbage. Mientras, Gonzalo Martín, en pantalón corto y camiseta de tirantes, daba vueltas con un pincel a un bote de pintura mientras miraba una pared blanca con un boceto a punto de ser rellenado. Había visto a Lori Meyers y a The Who, y después le tocaba pintar, algo que hará durante 3 o 4 horas al día hasta que acabe el festival. Tiene 23 años y, mientras dibuja, su nombre es Taquen. Es uno de los “artistas murales e ilustradores” —así es como prefiere definirse— que ganaron la convocatoria que el festival lanzó por redes para decorar varios espacios de la Caja Mágica. “Soy de Madrid, y ser parte de un festival con este cartel y en tu propia ciudad es una oportunidad que no quería perder”. Suele pintar en spray, en sitios abandonados y figurativo y sueña con lo que muchos, “viajar, pintar, viajar. La calle da experiencias que no puede darte un estudio”.
Taquen se queda dando color a un rostro de mujer mientras pasan, curiosos, los que van y vienen de Garbage, Django Django o The Strypes o los que ya se marchan a casa, como Roberto Rata, que, con las manos en los bolsillos mira atento cada cartel y cada fotografía. “He venido solo para ver a The Who y me marcho ya a casa. A mediodía vi en el telediario que había una exposición con imágenes de Woodstock y me apetecía mucho verla”, este trabajador social que se acerca a los 40 pasea durante más de media hora por la Mad Cool Gallery.
Sobre una pared de palets de un blanco desvaído, los 30 carteles finalistas para la edición del macrofestival de 2017 y enfrente, bajo la luz cenital de decenas de lámparas, ilustraciones, fotografías, esculturas y murales de los artistas que forman parte de la exposición y el tributo a aquellos centenares de miles de personas que cambiaron la historia de la música llenando los terrenos de una granja en Bethel en 1969. Decenas de imágenes de Woodstock, la mayoría de ellas inéditas, a disposición de los nostálgicos en un espacio en el que la voz pasa a susurro cuando se pone un pie dentro (para casi todos).
Cuando el pie vuelve fuera el volumen recupera sus hercios y se apura la madrugada. El frío y la hora —de un jueves—, empuja a muchos hacia la salida. Vetusta Morla ya está cerrando esa primera noche con Los Días Raros, empieza a verse el césped pintado de plásticos y hielos que no se derriten y un escuadrón de taxis espera fuera bajo la supervisión de la policía municipal que mantiene la fila a raya de imprevistos, aunque conseguir subirse a uno suponga más de una hora. Al final, la salida de la Caja Mágica es como la de todos los festivales: abrazos en grupo, coros arrítmicos, alguna discusión y algunos besos y muchos tropiezos.
Babelia
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