No te saltes el prólogo
Todo lector sin dinero sabe que es posible leer un libro entero en una librería antes de comprarlo. Basta con cambiar los euros por paciencia: la propia y la del librero. Pero ¿cuántas páginas pueden leerse delante de una caseta de la feria del libro sin resultar sospechoso? ¿Cuatro? ¿Cuarenta? Dado que los editores llenan las solapas de ditirambos, lo mejor para probar la mercancía es orientarse, si lo hay, por el prólogo.
De hecho, 2016 debería ser el Año Internacional del Prólogo. ¿La razón? Días antes de morir, hace ya cuatro siglos, Cervantes puso delante del Persiles uno de los más famosos de la literatura universal. Su vida se apagaba y él lo sabía. Tanto que anunció su final para “este domingo” (y ese domingo era el 24 de abril; justo como este año). Además, como recuerda Isidoro Valcárcel Medina, las primeras palabras del Quijote no son “En un lugar de La Mancha” sino “Desocupado lector”, las que abren el prólogo, que, entre otras cosas, trata de las dificultades de escribir… un prólogo.
Podría pensarse que los prefacios son cosa más del ensayo que de la narrativa, pero ahí están, para desmentirlo, los 50 de Macedonio Fernández para Museo de la Novela de la Eterna o ‘Libro de familia’, un cuento de El malestar al alcance de todos en el que Mercedes Cebrián los usa como retrato corrosivo del paso del tiempo. Un canon no exhaustivo debería incluir el de Ferlosio para Vendrán más años malos y nos harán más ciegos —un poema—, el de Luis Magrinyà para Los dos Luises —tan ferlosiano— o los de Andrés Trapiello para sus diarios, que parecen escritos para añadirles un prólogo —la última entrega, Seré duda, tiene seis nada menos: sentimental, anormal, confesional, profesional, accidental y final—. Tampoco deberían faltar las páginas que Chaves Nogales puso al frente de A sangre y fuego, donde dice haber contraído méritos para ser fusilado por los dos bandos de la Guerra Civil. “Yo he querido”, escribe, “permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea este un lujo excesivo”.
Todos aguantan la lectura independiente porque son algo más que una presentación sin, por supuesto, dejar de serlo. Es el caso de otra pieza canónica. Esta, de Jon Juaristi. Su pórtico a Sacra Némesis es toda una lección sobre Joyce, la religión y los nacionalismos. Como de eso, en parte, se ocupa también José Álvarez Junco, no es raro que su Dioses útiles lleve un prólogo de antología. Imposible leerlo sin seguir hasta “Zurita, Jerónimo de”, último nombre del índice onomástico.
Borges, aficionado al género, decía que un prólogo es la parte del libro en la que el escritor es más lector que autor, por eso puede distanciarse (y reírse) de lo que él mismo ha escrito. También decía que es una postdata porque se añade cuando uno ha terminado. Jorge Wagensberg está tan de acuerdo que el texto preliminar de sus memorias —Algunos años después— está al final del todo. “Casi todos los prólogos”, dice, “son epílogos que han emigrado desde la última página hasta colarse en la primera”. Busquen el suyo en la 217 o empiecen por delante, pero no se lo salten.
Babelia
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