Freud y el sexo
No sé por qué en este país hay una aversión tan tremenda hacia el doctor Freud, cuyo 160º cumpleaños se acaba de conmemorar
No sé por qué en este país hay una aversión tan tremenda hacia el doctor Freud —cuyo 160º cumpleaños se acaba de conmemorar—, con lo necesitados que estamos de una buena terapia en el diván. Pero nos parece una pérdida de tiempo y preferimos ponernos ciegos de Prozac —o sus equivalentes de nueva generación—, apuntarnos a yoga o, a lo más, hacer una terapia rapidita, de medio pelo, sin tumbarse, yendo a tomar un café con el terapeuta si se tercia. A veces, escuchando a mis amigos de vuelta de la terapia con sus comentarios desenfadados —“les ha quedado muy mono el gabinete”—, me parece que soy más freudiana que los freudianos —qué pasada de moda debo de estar—.
No entiendo bien por qué: lo cierto es que Freud cae mal. Le pasó a Breton, el pope surrealista, cuando, tras haber leído con fruición los escritos psicoanalíticos —y haberlos adoptado para crear un mundo gobernado por el inconsciente—, consiguió ser recibido por el doctor en su casa de Viena en 1921. Breton esperaba que Freud cayera rendido en sus brazos —“por fin mis teorías del inconsciente adoptadas por los surrealistas”—. No fue así. Me puedo imaginar la rabieta de Breton, tan egocéntrico como excelente escritor. Años más tarde recordaba su paso por Viena en Littérature explicando la “apariencia mediocre de la casa” , la vulgaridad de la criada y la poca consistencia del profesor, al que define como “viejecito fachendoso”. Dalí también le visitaría, ya exilado en Londres, y trataría de impresionarle sin mucho éxito —con el subsiguiente enfado del catalán—. Las malas lenguas dicen incluso que Freud se limitó a decir lo fanático que le parecía.
Confieso que leo a Freud con devoción, a pesar de reconocer que, médico al fin del XIX, deja sin resolver, por ejemplo, la construcción de la subjetividad femenina
Y, pese a todo, sin Freud no existiría la producción de los surrealistas: ni Nadja de Breton —y, si me apuran, tampoco la Maga de Cortázar, que bebe directamente de Nadja—, ni Un perro andaluz, ni el método paranoico-crítico. Imagino que algunos de ustedes estarán pensando que vaya credenciales; que, en lugar de mejorar la imagen, tales compañías la empeoran. Aunque, ¿y la codificación del inconsciente y los sueños? No me dirán que eso tampoco les convence…
Confieso que leo a Freud con devoción, a pesar de reconocer que, médico al fin del XIX, deja sin resolver, por ejemplo, la construcción de la subjetividad femenina. Sus textos me parecen inteligentes, interesantes, hasta divertidos a veces. Será por pura solidaridad con el pobre padre del psicoanálisis, para muchos una equivocación en la historia de la humanidad que hay que olvidar. Un antiguo, un obseso que ve sexo en cada cosa, repite la sabiduría popular… Aquí citaría a la psicoanalista de un amigo que, acusada por su paciente de ver símbolos sexuales por todas partes, le respondió resolutiva que estaba equivocado, que quien los veía era él. En todo caso y pese a quien pese, Freud está incorporado a nuestra cultura por todos, incluidos sus detractores, inconscientemente.
Además, es mentira que Freud viera símbolos sexuales por todos lados. Igual estaban en los ojos de los que miran, como ha ocurrido con Megumi Igarashi, la “artista de la vagina”, cuya propuesta era la reproducción en 3D de su órgano en un kayak, que le ha valido la multa del Gobierno japonés por envío de datos obscenos durante su campaña de crowfunding. Mirando el kayak ya construido, la cosa parece más bien inofensiva —hay veces que una pipa es sólo una pipa, dijo Freud—. No sé, igual tenía razón la psicoanalista de mi amigo al insistir en que era él quien veía los símbolos sexuales por doquier.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.