Ureña, la solemnidad bajo la lluvia
El torero de Lorca protagonizo momentos excelsos y perdió la puerta grande al fallar con la espada
La lluvia es un incordio, y toda la tarde estuvo metida en agua, pero también puede ser aliada de momentos inolvidables. Llovió intensamente durante la faena de Paco Ureña a su primero, un toro manso que embestía con un molesto cabeceo, al que el torero, valentísimo, cruzado siempre, lo muleteó con el clasicismo por bandera; especialmente brilló con la mano derecha, en trazos largos, henchidos de naturalidad y empaque, con maneras de torero grande. Una sola tanda con la mano izquierda entre los pitones —el toro, a menos— y dos redondos finales, de frente, fueron el preámbulo de un pinchazo y una estocada que dejaron la obra en una gran ovación.
El Torero/Escribano, Fandiño, Ureña
Cinco toros de El Torero, desigualmente presentados, astifinos, mansos y descastados; destacaron el noble primero y el encastado sexto; el quinto, de Torrealta, manso y deslucido.
Manuel Escribano: pinchazo y bajonazo (silencio); media baja (silencio).
Iván Fandiño: media y dos descabellos (silencio); pinchazo en los bajos y dos descabellos (algunos pitos).
Paco Ureña: pinchazo y estocada baja _aviso_ (gran ovación); pinchazo y estocada (oreja).
Plaza de Las Ventas. 11 de mayo. Sexta corrida de feria. Tres cuartos de entrada.
Escampó con el sexto en el ruedo, ya embarrado. Y era un toro descaradísimo de pitones, con dos auténticas velas como documento de identidad. Manseó en el capote, cabeceó y huyó de los caballos y esperó en el tercio de banderillas. Pero allí estaba, muleta en mano, un torero en sazón, pleno de conocimiento, con ese rictus tristón de hombre mayor que no es más que la máscara postiza de un torerazo ilusionado.
Lo probó por bajo y, como quien no quiere la cosa, dibujó tres redondos grandiosos que hicieron presagiar lo que estaba por llegar. No importaba ya el barro ni la suciedad de las zapatillas y el engaño; había un toro y un torero, y entre ambos dibujaron una obra intermitente que alcanzó altas cotas artísticas. Fue una faena larga, excesiva sin duda, cimentada en tres tandas primeras con la derecha, de compases relajados, largos y hondos, mientras el animal embestía con fijeza y humillación. Siguieron dos por naturales, la primera entre los pitones, y surgió la solemnidad del toreo clásico, y otra a pies juntos; y antes de perfilarse para matar, ayudados y remates cargados de torería. Larga, excesiva sin duda, fue la faena, que no remató con la espada. La oreja, no obstante, muy merecida, pero la puerta grande se hubiera abierto de par en par si su cabeza hubiera funcionado de otra manera.
Quedó sobre el albero el toreo solemne de un gran torero, y quedó demostrado, una vez más, que la lluvia y el barrizal no son impedimentos insalvables cuando un torero se siente héroe y artista.
El resto fue otro cantar. El lote de Fandiño fue infumable. El primero, rajado, de cortísimo recorrido y descastado, y el otro, muy deslucido, con la cara por arriba y sin posibilidad de lucimiento. No estuvo fino el torero, pero tampoco mereció que lo pitaran.
Escribano hizo bien lo que sabe y no gustó; sobre todo, ante el noble primero, que encerraba calidad. Dio muchos muletazos, mecánicos y sin alma casi todos, y banderilleó a toro pasado, a excepción del último par al quiebro tras recibir al toro sentado en el estribo.
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