A los ojos de su hijo
Camilo José Cela Conde publica una memoria filial con claroscuros y respetuosa
En el imaginario colectivo, lo que marca el inicio del Camilo José Cela escritor es su primera novela: La familia de Pascual Duarte. Pero un día, quien acabara torciéndole el espinazo a las voluntades adversas y ganando el Premio Nobel en 1989, le confesó a su hijo, Camilo José Cela Conde, que se forjó antes en el oficio: durante la etapa en que colaboraba en Y, revista de la mujer, que impulsaba la sección Femenina. Sus primeros textos no pasaron de consejos con la condición de cobrar siempre que resultasen amables y ponderados.
Debió de costarle Dios y ayuda a quien ha pasado por ser una auténtica fiera de la incorrección. Lo cuenta su hijo en Cela, Piel adentro (Destino), una tercera versión de la primera biografía que escribió de él a finales de los ochenta, con cambios importantes. “Poco antes de morir, mi madre, Charo Conde, me pasó una caja con las cartas que se enviaron en su época de novios con un deseo: ‘publícalo…”. A esa voluntad, como albacea, ha respondido Cela Conde cuando mañana se cumplirán 100 años del nacimiento de su padre en Iria Flavia (A Coruña) dando salida a este libro.
Entre sus páginas salpica una memoria filial que, si bien, no esconde episodios oscuros, irradia respeto en la misma medida que rebeldía o esa tristeza ya sin remedio por haber dejado escapar algo más de tiempo a su lado. Aparte, fluye la necesidad de una nueva reivindicación literaria. “En esas cartas no hay rastro del Cela que mucha gente conoce. Ese que parecía desayunarse niños crudos cada mañana”. ¿A qué tanta boutade? “Cada escritor pasa su vida creando personajes. Y en el caso de mi padre, dedicó buena parte de su vida a crear el suyo propio”.
“Luego me he dado cuenta de que se trataba de una espiral porque, cuando menos lo esperabas sorprendía con algo que superaba todo”, dice Cela Conde. Fue el caso de su lucha más íntima como creador para terminar Madera de boj. “Muchos creen que tras recibir el Nobel no podrás escribir nada digno. Mi padre pudo acabar su carrera en lo alto, con una novela que estuvo soñando 60 años sobre la Galicia marinera, una de sus mejores obras”.
Fue su antídoto contra esa fiebre de papel cuché y filigranas circenses. Por no hablar de las zonas oscuras en las que saltaron sus días como censor. “Mi padre jamás reconocía un error en público, pero me consta que en la intimidad, alguna vez, admitió haber perdido los papeles en ese sentido”.
Y como padre, ¿cuál fue su punto débil y cuál su fortaleza? “Jamás he sentido la necesidad de echarle nada en cara. Aunque fui rebelde y llegué en ocasiones a desesperarle, nuestra relación, pese a nuestras tiranteces, se basó en un pacto entre caballeros”. De hecho, no rehuía la franqueza. “Cuando escribió San camilo, 1936, una de sus mejores novelas, mi madre me enseñó los 20 primeros folios y me preguntó qué pensaba. Los leí y le dije que era una mierda. Ella me miró y me comentó que estaba de acuerdo pero que se lo tendría que soltar yo. Así lo hice y no sabes lo que tuve que oír. La capacidad de insulto de mi padre estaba a prueba del diccionario, pero el resultado fue que cambió aquel principio y la novela quedó, gracias a Dios, en lo que es hoy”.
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