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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El silencio del pintor

Es común decir que los pintores carecen del don de la palabra. No es, sin embargo, un error. Cuanto más pintan más se desarrolla esta peculiaridad y se muestran a menudo especialmente silentes cuando se comentan, ante ellos, sus creaciones.

No se trata solo por pudor -como sería fácil de entender- sino porque ellos son quienes sinceramente prefieren la afasia y aman ante todo la contemplación. Prefieren el ojo frente a la lengua, el impacto a la explicación.

En suma, se presentan con frecuencia como tipos silentes y falsamente ignorantes de cuanto hacen de verdad. Falsamente, porque se trata, en general, de profesionales cuya condición consiste en aproximar su alma al alma de las cosas (visibles o no) sin mediación razonada alguna.

Pero, además, llegado el caso en que hablen un lenguaje, este tiende a ser muy poco comunitario. Casi ningún artista empleará un habla fácilmente transmisible y, en consecuencia, tampoco entre ellos cabe esperar una conversación hilada a la manera común. Ni siquiera aureolada de mucho sentido común.

Hacen por tanto peña los artistas plásticos en tanto que meditativos, introvertidos y poco elocuentes. aun entre sí. Fuera del habla pues y fuera, en apariencia, de la fase oral. Infantes puros, infans o seres a los que se les niega la palabra y su combatiente identidad.

Y sucede esto no por censura sino por la naturaleza de un arte que muy concentrado en la íntima conversación con el lienzo o la tabla o el plexiglás desplaza la intromisión de cualquier intervención.

De este modo, los pintores -a diferencia de los arquitectos, extraordinariamente parlanchines siempre- no acostumbran a declarar casi nada de gran interés sobre su obra. Acaso no necesitan hacerlo ni les resulta atractiva esa pretensión. No la echan, en fin, de menos. El cuadro habla desde su exposición y las palabras serían un peligro de su deposición.

Precisamente, todo pintor que escribe, hace poemas, reflexiona sobre su arte, va perdiendo con cada letra y cada línea una partícula o una vena de la posible magia que ha generado al pintar en su estudio.

Écfrais era el término que se empleaba en la Grecia antigua para referirse a la retórica que trataba de traducir las obras de arte en palabras. Todo un fracaso: la mirada que el cuadro emite se enturbia al definirla, se decolora al nombrarla, se vulgariza o se estropea. Los críticos de arte tienen tan bien aprendida esta lección que con frecuencia no hablan tanto del cuadro como de su elucubración personal, de su precio, de su localización histórica o de sus parecidos.

El pintor plasma formas y colores de modo que su traducción en párrafos y páginas no lleva sino a la cháchara cultista o a las ganas de hablar por hablar. Inclinación perversa, porque de lo que se trata aquí, en la Galería o en el Museo, no es darse gusto hablando sino otorgándose el gusto o el disgusto de mirar y mirar.

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