La buena diva
Renée Fleming cumplió con los mandamientos del manual de la estrella operística en el Real
Ha cumplido Renée Fleming al pie de la letra, uno tras otro, con todos los mandamientos del manual de la gran diva operística: lució, comme il faut, dos fulgurantes vestidos, uno por parte, el segundo complementado por largos guantes negros cual Gilda (sin renunciar, eso sí, a ponerse por encima sendos anillazos); ofreció un programa rácano e inconsecuente en el que costaba encontrar algún atisbo de coherencia; se dirigió frecuentemente al público micrófono en mano para lanzar mensajes de cariño y felicidad; hizo todo un alarde de dicción plurilingüística cantando en cinco idiomas; y regaló seis propinas (dos en español) sin hacerse de rogar lo más mínimo para compensar así lo escueto del programa oficial.
Obras de Mozart, Haendel, Schumann, Saint-Saëns y Massenet, entre otros. Renée Fleming (soprano) y Hartmut Höll (piano). Teatro Real, 14 de abril.
Musicalmente, fue un concierto leve, ligero, a ratos etéreo. Comenzó con un lánguido y morosísimo Porgi amor, con la indicación original de Larghetto convertida en Larghissimo, y continuó con dos arias de Haendel de poco afortunada elección. El vuelo remontó con una versión canónica, pero poco inspirada, de Frauenliebe und -leben, una obra maestra que, descontextualizada, parecía el elefante en medio de la cacharrería. Fleming hizo antes de cantarla una suerte de alegato en defensa de su sexo, tomándose al pie de la letra unos poemas que, muy probablemente, significan justo lo contrario de lo que parecen.
En la segunda parte llegó el totum revolutum de arias y canciones, pero también lo mejor del recital: un aria de la extraordinaria Mefistofele, de Arrigo Boito, en la que Fleming se implicó y buceó por fin por debajo de la epidermis, aunque su italiano no raya a la altura de su alemán o su francés; y otra de Manon, de Jules Massenet, quizá lo más idóneo para su voz de todo lo que cantó, y también lo más aplaudido. El resto, piezas deshilvanadas entre sí pero muy bien cantadas, porque Fleming es siempre musical. A veces se inventó agudos (como en los finales de Aprile o Mattinata), pero toda soprano tiene que exhibirlos y la voz de la estadounidense, ya no en su esplendor, conserva buena parte de su esmalte y de su belleza en mucho mayor medida en esa zona del registro que en la central o en los graves.
En las propinas siguió la mezcolanza de estilos y países, con obras de Gershwin, Puccini, Ponce, Castellano (“Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena...”), Arlen (Over the rainbow) y Richard Strauss. La acompañó con mucho oficio Hartmut Höll, que ha perdido parte de ese toque fino de sus años de fiel acompañante del último Fischer-Dieskau: impecable en Morgen de Strauss, pecó de excesivo rebuscamiento en el sensacional epílogo pianístico del ciclo de Schumann. Lo importante es que Fleming, simpática y cercana, hizo las delicias de los divófilos sin apartarse un milímetro del guion. El recital, sin embargo, y por volver a Las bodas de Fígaro, no pasó de ser un “soave zeffiretto”: agradable, pero intrascendente.
Babelia
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