Dos viejos enemigos prueban la paz
Cuando mueren Shakespeare y Cervantes, la cultura florece en Inglaterra y España, cuyos nuevos soberanos acabaron con la guerra
Con la llegada del siglo XVII se produce en Europa una reversión de la tendencia belicista de la segunda mitad de la centuria anterior, que viene protagonizada por una nueva serie de gobernantes que en su conjunto se han considerado parte de la “generación pacifista de 1600”. De ellos, los más significativos son: el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Rodolfo II, el gran pensionario Jan Oldenbarneveldt en las Provincias Unidas, Jacobo I de Inglaterra (que accede al trono en 1603) y Felipe III de España (que ha sucedido a su padre a fines de 1598). Mientras, el enfrentamiento entre Francia y la Monarquía Hispánica queda desactivado por la paz de Vervins (firmada en mayo de 1598, poco antes de la desaparición del Rey Prudente, en el mes de noviembre).
Para España, la guerra mantenida con Inglaterra desde los tiempos de la Armada Invencible (época presente en la biografía cervantina por su empleo durante los años 1587 y 1588 como comisario de provisiones de las naves que la integraban) concluyó (tras el frustrado desembarco en la hoy bella localidad balnearia de Kinsale, en la costa sudoriental de Irlanda, entre el verano de 1601 y enero de 1602) con el tratado de Londres, firmado entre los dos nuevos soberanos de ambos países en agosto de 1604.
Por su parte, el endémico conflicto con Holanda quedó cancelado provisionalmente con la tregua de los Doce Años, concertada en abril de 1609. De esta forma, en la segunda década del siglo España solo mantuvo activo el frente islámico, aunque ya no con la geografía mediterránea que había llevado a Cervantes a combatir en Lepanto (en octubre de 1571) o a quedar cautivo en los baños de Argel (entre 1575 y 1580), sino trasladado a las costas del Atlántico (por influjo de la unión con Portugal), con las acciones que llevaron a la ocupación de Larache (noviembre de 1610) y La Mámora (agosto de 1614).
La revolución científica inglesa
Pasando a la situación interna, la Inglaterra de Jacobo I (1603-1625), a pesar de la paz exterior y de una acelerada expansión económica (agraria, mercantil e industrial), no se vio, sin embargo, libre de conflictos, motivados por la acentuada vocación absolutista del soberano (con la consiguiente marginación del Parlamento y con la implantación del gobierno autoritario del duque de Buckingham) y por el reforzamiento del anglicanismo, tanto frente a los católicos (tras la Conspiración de la Pólvora de 1605, y aunque no siempre de modo extremo), como frente a los disidentes (con el desencuentro simbolizado por el exilio voluntario de los puritanos del Mayflower en 1620).
En el plano intelectual y artístico, en cambio, el reinado de Jacobo I significa la continuación del esplendor isabelino. Por un lado, se produce la temprana incorporación a la revolución científica, con nombres como los de John Napier, inventor de los logaritmos (1614), o Francis Bacon, autor del Novum Organon (1620), uno de los fundamentos teóricos de la ciencia experimental.
Por otro, las artes plásticas, la música y la literatura siguen ilustrándose con grandes figuras, como los pintores Robert Peake el Viejo y, sobre todo, Nicholas Hilliard (aunque en 1620 el rey llamase a su lado ocasionalmente al holandés Anton van Dyck), o como los compositores católicos William Byrd (autor de dos famosas colecciones de motetes bajo el título de Gradualia entre 1605 y 1607) y John Dowland (cuya carrera como insuperable creador de canciones y de música para laúd solo pudo verse reconocida tras la llegada al trono del nuevo monarca) o como el prolífico dramaturgo Ben Johnson (autor de numerosas piezas, entre ellas la más celebrada, The Alchemist, puesta en escena en 1610 y editada en 1612).
Sin embargo, ninguna figura comparable a la de William Shakespeare, autor de una prodigiosa colección de Sonetos (publicada en 1609) y máximo representante del teatro isabelino y posisabelino, muchas de cuyas principales obras dramáticas se escribieron y se llevaron a la escena (en el marco de uno de los típicos teatros públicos a cielo abierto de Londres, The Globe, quizás el más famoso de la historia, en funcionamiento durante toda la vida activa del escritor) en tiempos precisamente de Jacobo I. Es el caso de sus tragedias Otelo, el moro de Venecia (1603-1604), El Rey Lear (1605-1606) y Macbeth (1606) y su portentoso testamento literario, La Tempestad (1612).
El Siglo de Oro español
Por su parte, para España el reinado de Felipe III (1598-1621), pese al lenitivo de la paz (todavía inestable), significa el comienzo del proceso de decadencia experimentado por la Monarquía Hispánica a lo largo del siglo XVII. Si la crisis económica se manifiesta en el descenso de la población y en la contracción de todos los sectores económicos, la convivencia interior se ve perturbada por episodios dramáticos como la expulsión de los moriscos en 1609, al tiempo que se toma conciencia de esta involución a partir de los escritos de los arbitristas que diagnostican los males que afectan a la economía y a la sociedad del momento y mientras el sistema de gobierno sufre de la corrupción generalizada impulsada por el duque de Lerma.
Por el contrario, la cultura del Barroco prolonga los esplendores del Renacimiento, tanto en el campo del pensamiento (político y económico, aunque no teológico y científico), como en el de la producción literaria y artística, ámbito en que el llamado Siglo de Oro no puede considerarse agotado hasta los últimos años de la centuria, con la desaparición de Calderón (1681), Murillo (1682) y Valdés Leal (1690). Es más, durante las dos décadas largas del reinado de Felipe III se publican tratados tan significativos como De rege et regis institutione (1599) de Juan de Mariana, Política necesaria y útil restauración de Martín González de Cellórigo (1600), Tácito español (1614) de Baltasar Álamos de Barrientos o Restauración política de España de Sancho de Moncada (1619).
En la misma época se crean obras maestras del arte tan representativas en escultura como el Cristo de la Clemencia (1603) de Juan Martínez Montañés, el Cristo yacente de Gregorio Fernández (1614) o el Cristo de la Buena Muerte (1620) de Juan de Mesa, y en pintura como La Vieja friendo huevos (1618) o El Aguador de Sevilla (1620) de Diego de Velázquez.
En teatro se producen dramas tan emblemáticos como Fuenteovejuna de Lope de Vega (1612) y, sobre todo, se escriben monumentos literarios tan relevantes como son el Guzmán de Alfarache (1599) de Mateo Alemán, el Polifemo y las Soledades (1613) de Luis de Góngora y, sobre todo, junto a las Novelas Ejemplares (1613), las dos partes del Quijote de Miguel de Cervantes (1605 y 1615), que representan la culminación de la literatura española de todos los tiempos y una de las mayores creaciones de la literatura universal.
De esta forma, a la altura de 1616, los viejos enemigos, Inglaterra y España, se hallan unidos por la restauración de la paz, por los problemas internos de distinta etiología que les afectan (entre ellos, el descontento por la actuación de los validos, los duques de Buckingham y de Lerma), por el esplendor de sus creaciones en el campo del pensamiento, el arte y la literatura y, finalmente, por el duelo ante la muerte de dos de los más significados representantes de sus respectivas culturas, William Shakespeare y Miguel de Cervantes.
Carlos Martínez Shaw es catedrático de Historia Moderna de la UNED y miembro de la Real Academia de la Historia.
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