La hora de Rajoy y otras más gloriosas
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos". He recordado la cita estos días, a medida que se iban conociendo los papeles de Panamá
Tomen nota: “era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura, la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Así, más o menos (la traducción es mía) se refiere Dickens a los años anteriores a la Revolución Francesa en el incipit de Historia de dos ciudades (1859), una novela histórica para cuyo telón de fondo ideológico se inspiró en un best seller contemporáneo: la Historia de la Revolución Francesa (1837) de Thomas Carlyle, que tanta influencia iba a ejercer sobre pensadores y políticos antidemócratas (de Nietzsche a Goebbels) en los siguientes 100 años. Por cierto que el primer tomo del manuscrito del célebre pensador fue arrojado al fuego por error por la criada de John Stuart Mill, un buen amigo a quien Carlyle se lo había prestado para que le diera su opinión: imagínense el disgusto del prócer (la historia —y tampoco la” microhistoria”— se ha ocupado de lo que le pasó a la doméstica). En todo caso, aquella frase inicial puede aplicarse, con diferente grado de intensidad, a cualquier periodo de turbulencia política o social. He recordado la cita estos días, a medida que se iban conociendo los papeles de Panamá, y por todas partes (y, especialmente aquí, donde las corrupciones siempre llueven sobre mojado) crece la desafección de la ciudadanía hacia sus políticos. Mientras a diario se representa en los medios la mojiganga de la búsqueda desganada de los pactos, y se aproxima el horizonte (“sería un fracaso”, dicen todos con la boca chica) de nuevas elecciones con presumible récord de abstención, resulta patética la oferta de Rajoy de devolvernos a la hora de Greenwich (lo que, en todo caso, no estaría mal). Tradicionalmente, los políticos se acuerdan de modificar horarios y/o calendarios cuando quieren demostrar que están por el cambio. En 1942 nuestro último dictador nos puso a la hora de Alemania, que era lo que tocaba; veinte siglos antes, en el 46 antes de Cristo, Julio César, con la ayuda del astrónomo Sosígenes, creó el calendario que lleva su nombre y que, con las correspondientes modificaciones gregorianas, sigue rigiendo en buena parte del planeta. Ahora Rajoy quiere devolvernos al horario que nos corresponde, de modo que, por fin, se debe de oler que el Zeitgeist pinta cambios. El querría estar en ellos, pero eso es casi metafísicamente imposible. Dicen que Borges, a quien un acompañante le venía dando el coñazo acerca de las grandes conquistas en el conocimiento del tiempo que la humanidad había realizado durante los últimos cien años, le replicó que tal cosa no le extrañaba en absoluto, puesto que él mismo había hecho grandes conquistas en el conocimiento del espacio durante los últimos cien metros. Claro que, como suele repetirme un filósofo amigo, en una carrera Aquiles (es decir, el cambio) no podrá nunca alcanzar a la tortuga (Rajoy) si alguien le da a ésta una ligera ventaja de salida. Y esa ventaja, añade mi amigo, se la dieron a Rajoy sus electores. Zenón de Elea nos coja confesados.
Crumb
Cambian los tiempos y los públicos, y la lectura no es lo que era. No lo digo como elegía, sino como constatación. Por ejemplo, el auge de la novela gráfica y del cómic: cada día se editan más y mejores muestras que se venden bien en una época en la que ya no resulta nada fácil ni siquiera vender los best-sellers más bestseléricos, como indica el Nielsen. En las últimas semanas me han llegado, entre otros muchos, libros de dibujos de El Roto (Desescombro; Reservoir Books), Liniers (Macanudo 11; Reservoir Books), Oski (Ars Amandi; Zorro Rojo), Gervasio Troche (Dibujos invisibles; Lumen), además de dos excelentes ejemplos de los nuevos modos de contar historias con dibujos: Intrusos (Sapristi) que incluye seis relatos de Adrian Tomine, y El día de Julio (La Cúpula), una saga familiar del también californiano Gilbert (Beto) Hernández. Pero permítanme que me moje recomendándoles un álbum compacto que me tiene fascinado: Héroes del blues, el jazz y el country (Nórdica), de Robert Crumb, que reúne los retratos de varias docenas de grandes intérpretes de la más genuina música estadounidense. El viejo y rijoso Crumb (Filadelfia, 1943), que me dejó buen recuerdo personal cuando lo conocí en el festival La risa de Bilbao de 2013, pintó estos retratos para ser reproducidos y comercializados como cromos o postales. Yo conseguí a buen precio el de mi adorado Big Bill Broonzy (1893-1958) —de quien ahora mismo estoy escuchando su versión de Nobody´s Business—, en un general store de Clarksdale, Mississippi, una de las mecas del blues. Ahora aparecen juntos en un álbum a todo color y tapa dura que se vende a 25 eurillos e incluye un cedé con música (blues, country y jazz) seleccionada por el propio Crumb. Disfrútenlo.
Max
Mi antiguo compañero Max, regresa con una obra mayor. El Museo del Prado —lo que indica que allí también se mueven cosas— le encargó (dándole carta blanca) un cómic sobre El Bosco para acompañar la gran exposición organizada con motivo del quinto centenario de la muerte del gran pintor de Hertogenbosch, capital de Brabante que aquí llamábamos Bolduque. Max, que es un dibujante concienzudo y que se documenta bien, se ha pasado varios meses sumergiéndose en la obra de El Bosco antes de ponerse a trabajar. El resultado —al que he podido tener acceso privilegiado y casi clandestino— es una increíble historia de 72 luminosas y más bien austeras páginas, dispuesta en tres partes en torno a otras tantas obras del pintor: La extracción de la piedra de la locura, Las tentaciones de San Antonio y El jardín de las delicias. Max ha elaborado su reflexión gráfica a dos tintas sobre el arte de El Bosco a partir de pistas visuales y conceptuales que están presentes y evolucionan a lo largo de cada una de las partes de la historia, suministrando una original perspectiva de la propia evolución intelectual del maestro. Por lo demás, el hecho de que el fascinante tríptico (220 x 389) de El jardín de las delicias fuera un encargo (probablemente de Enrique III de Nassau) le ha permitido a Max una reflexión oblicua acerca de su propio encargo (por El Prado). El álbum, editado por el Museo, se publicará a principios de mayo. Ya me he puesto a la cola.
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