El dinosaurio es el yo
El ego sigue vertebrando discursos en nuestros días a pesar de las críticas crecientes al concepto de autor
El célebre cuento de Monterroso El dinosaurio (ya saben: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), en su extrema brevedad, o tal vez precisamente por ella, da mucho de sí. Uno puede considerar al animal prehistórico como metáfora de lo que se le antoje y, dado que nada se nos dice de él excepto la perseverancia de su presencia, la imagen funciona sin el menor problema aplicada prácticamente a lo que sea.
Pero no me consta que entre las muchísimas cosas de las que se ha considerado metáfora el dinosaurio de marras alguien haya incluido al propio yo, tal vez el más persistente de los objetos posibles. La gente de mi gremio reparará en que, en el fondo, estoy sirviéndome de un planteamiento de raíz inequívocamente cartesiana: ¿qué es lo que permanece más allá de los infinitos cambios de escenario en el mundo a los que nos es dado asistir? ¿Qué está siempre ahí cuando despertamos? El propio yo. Incluso diría más: en el momento de máxima extrañeza, cuando emergemos de un sueño profundo y abrimos los ojos en un entorno diferente del habitual, ¿cuál es la recurrente pregunta que nos hacemos? Reparen que no es una pregunta por la realidad sino por el sujeto. No decimos “¿qué es esto?”, sino “¿dónde estoy?”.
Luego, ya despejados, en el horario de oficina de la vida, cambiamos de registro y pasa a ser lo habitual el lenguaje irónico, cuando no desdeñoso y displicente, hacia el yo. Resulta de buen tono en general en determinados ambientes no tomarse demasiado en serio a uno mismo, hacer chistes con las propias manías y complejos (en realidad, una sutil forma de mostrar en público la robusta fortaleza interior), dejando para otros el poco elegante papel de la autorreferencia permanente para cualquier asunto del que se hable. A tal extremo llega la cosa, que se da por descontado que quienes actúan de semejante manera se hacen merecedores de la denominación de poyoyos (porque, sea cual sea el tema del que se hable, su intervención empieza con las palabras “pues yo...”, cuyo apócope es “poyó”). Una variante particularmente ridícula de este último grupo vendría constituida por quienes, además, hablan de sí mismos en tercera persona, práctica habitual entre folclóricas gloriosas, figuras del toreo y futbolistas engreídos.
Pero cometeríamos un severo error si dedujéramos a partir de tales constataciones que, en efecto, vivimos en una época en la que la idea del yo es valorada en la práctica de acuerdo con alguno de los múltiples rótulos con que se la ha denominado de un tiempo a esta parte (“yo débil”, “yo frágil”, “yo múltiple”, “yo vulnerable”, “yo con minúscula”...). Rótulos, en resumen, cuyo denominador común parece ser el convencimiento de que la idea en cuestión se encuentra en franca retirada, como si tanto en nuestra vida como en nuestros discursos lo que conservara fuera un papel meramente residual.
El yo sigue vertebrando discursos en un contexto en que tanto se reivindica la condición anónima de todo pensamiento
Sin embargo, no parece que dicha valoración se corresponda con la realidad. Pensemos, por ejemplo, en la aludida esfera de los discursos. En el plano más abstracto, el de lo filosófico, alguien podría plantear que se ha convertido casi en un lugar común en la actualidad, especialmente a partir del célebre trabajo de Michel Foucault, la crítica al concepto de autor. O, la otra cara de la moneda, la reivindicación de la condición anónima de todo pensamiento. Supongo que se entenderá lo que pretendo plantear. No se trata de negar la pertinencia de los análisis de inspiración foucaultiana, como tampoco es cuestión de rechazar la consideración, absolutamente cargada de razón, de que todo pensar es siempre en alguna medida un pensar (de) lo pensado.
Se trata más bien de introducir la sospecha acerca de que algo no debe de funcionar de forma engrasada y fluida en tales convencimientos cuando resultan tan difíciles de llevar a la práctica. Quiere decirse: cuando los críticos con el concepto de autor, lejos de renunciar a ser tratados ellos mismos de esta forma, se empeñan esforzadamente en ser reconocidos como tales y, de ser posible, con los mejores pronunciamientos. Algo parecido sucede con las reivindicaciones de la naturaleza anónima del pensamiento, respecto de las cuales también cabe afirmar no solo que vienen prácticamente firmadas siempre, sino que sus autores (sí, ¡autores!) procuran darle la máxima difusión y alcanzar la mayor notoriedad y éxito desde una posición de inequívoco protagonismo que, obviamente, se compadece mal con lo argumentado por ellos mismos.
Pero si alguien considerara que esta persistencia de una firme voluntad de yo en la esfera, minoritaria, del pensamiento no termina de constituir un buen ejemplo en la medida en que no resulta extrapolable a otras esferas con mayor incidencia en la sociedad, no costaría encontrar ejemplos de diferente tipo, que acreditarían no solo lo generalizado de la presencia del concepto en cuestión sino, más allá y sobre todo, la creciente importancia que ha adquirido en territorios de mayor trascendencia real que el meramente filosófico.
En política, hoy hay hiperliderazgos que dejan en mantillas el culto a la personalidad de otros tiempos
Es el caso de la política, donde, ciertamente, resulta poco menos que obligado para cualquiera que tenga aspiraciones a tocar poder empezar declarando su absoluta falta de ambición personal, su completa disposición a renunciar a cualquier cargo si su presencia constituye un obstáculo, o cualquier otro gesto que exprese su inequívoca condición de servidor desinteresado de los deseos de la gente. Derek Parfit habría dicho, a buen seguro, que también para los que hablan así “el yo no es lo que importa”. Lástima que luego estos mismos tengan como práctica favorita el narcisista baño de multitudes o que, en una actitud que se compadece mal con la humildad franciscana de la que tanto alardean, se complazcan en unos hiperliderazgos que por momentos dejan en mantillas el vilipendiado culto a la personalidad de otros tiempos.
No pretendo atacar posiciones como la de la obsolescencia del yo y similares sirviéndome de una por definición insatisfactoria argumentación ad hominem que se dedicara a denunciar la hipotética impostura de muchos de los que las defienden. Me limito a subrayar lo ya apuntado, y es que, cuando tan difícil resulta trasladar a la realidad determinadas afirmaciones, tal vez suceda que nos encontremos ante un claro indicio de que, más allá de su incuestionable consistencia teórica, la aplicabilidad de las mismas está lejos de ser obvia. Aunque quizá todo sea más sencillo y la cosa se sustancie en que buena parte de esos críticos que tanto denostan al dinosaurio al final han terminado por cogerle cariño al animalito.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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