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Morir y matar en América

‘American Psycho’ cumple 25 años. Pocas obras captaron mejor el ansia del fin de milenio

Hoy hace 25 años, Patrick Bateman apuñalaba, decapitaba, amputaba, desmembraba y reservaba mesa en Le Cirque o Wooster por primera vez, y American Psycho se convertía en el escándalo intelectual del momento en EE UU: Simon & Schuster, la editorial que había pagado un más que generoso adelanto (300.000 dólares), había finalmente declinado publicarla por presiones ante la misoginia y ultraviolencia que contenía la obra. Vintage, el sello de bolsillo cool, recogió el guante y lanzó el 6 de marzo de 1991 el libro, un best-seller instantáneo e infame.

Su autor, Bret Easton Ellis, recibió amenazas de muerte, la condena de la feminista Gloria Steinem (paradójica e irónicamente la madrastra de Christian Bale, actor que interpretaría con inquietante convicción al “héroe” de la novela en la adaptación cinematográfica de 2000 y quien luego pondría el rostro a ese otro american psycho al que solo le falta una letra para ser Bateman: Batman) y la encendida defensa de Norman Mailer en las páginas de Vanity Fair (algo que, para muchos, era algo casi más peligroso que una fetua para Salman Rushdie). La novela no se vendía a menores de edad en Alemania y Australia y, por supuesto, pronto fue descubierta muy amorosamente subrayada en las mesillas de noche de dedicados y auténticos asesinos en serie.

Además de todo lo anterior, American Psycho era y es y será una obra maestra de la literatura estadounidense del siglo XX. Otra de esas “grandes novelas americanas”. Su protagonista, Patrick Bateman (quien ya había aparecido en Las reglas de la atracción, opus 2 de Ellis de 1987), es un arquetipo tan definidor y definitivo del sueño (o pesadilla) americano como el Capitán Ahab de Melville, el Jay Gatsby de Scott Fitzgerald, el Holden Caulfield de Salinger, el Humbert Humbert de Nabokov, el Harry Rabbit Angstrom de Updike o el Mickey Sabbath de Philip Roth. A su manera, American Psycho dice más sobre el ser (o no ser) nacional estadounidense que Henry James, Theodore Dreiser, John Dos Passos o Jonathan Franzen.

Pocos títulos por entonces “jóvenes” marcan más y mejor el fin de milenio literario en inglés que American Psycho (el otro candidato sería La broma infinita, de David Foster Wallace, admirador de Ellis y a quien Ellis siempre consideró aburrido y sobrevalorado). En este libro, en las páginas turbias de un monólogo entre febril y hastiado por la cultura del consumismo yuppy, están todas esas marcas de ropa, toda esa cocaína de la buena y música de la mala como banda sonora para apuñalar y desmembrar (Phil Collins y Whitney Huston y Huey Lewis), todos esas discotecas y todos esos almuerzos de negocios en Wall Street, todas esas sábanas sudadas y toda esa sangre derramada no por amor al arte, sino porque no hay nada mejor que matar para sentirse más o menos vivo.

American Psycho es símbolo y metáfora y síntoma y paradigma. El extranjero, de Camus, pero con el volumen a 11. La versión Mr. Hyde del Gordon Gekko de Oliver Stone o del Sherman McCoy de Tom Wolfe o del Cris de Cristiano Ronaldo. Y la duda ante el narrador ambiguo de que todo pueda ser un delirio o una fantasmagoría no alcanza para esconder el detalle más revulsivo de todo el asunto: American Psycho —un libro muy moral y “de denuncia”, después de todo— tiene un final “feliz”. El protagonista es un triunfador que ha trascendido a su tiempo, pero no a su origen: Bateman es el American way of death.

Con 27 años, el perseguido Ellis ensayó maniobras distractivas y arrojó cuchillos fuera como si fuesen balones y fue irónico. Pero con el paso de los años fue relacionándose de modo más personal con su creación. En la metaficcional Lunar Park (2005) ya se contaba a sí mismo atormentado y perseguido, cual Viktor Frankenstein, por su criatura. Cuando lo entrevisté en 2010 por el lanzamiento de Suites imperiales, Ellis fue aún más lejos y explícito: “Ahora me siento cómodo y puedo ser sincero al hablar de American Psycho. Cuando salió, con todo el escándalo, yo repetí una y otra vez, a modo de defensa, que era una novela satírica o una denuncia virulenta que se reía de o condenaba el universo de los ­yuppies y sus excesos. Pero lo cierto es que se trata de algo mucho más personal”.¿American Psycho c’est moi? “Algo así. Es una novela sobre mi soledad, mi alienación, mi dolor, mi frustración por convertirme en un hombre dentro de una sociedad que me resultaba tan atractiva como repulsiva. Un sitio en el que quería encajar; pero al mismo tiempo me daba tantas ganas de vomitar…”. Y añadió: “No está mal que tu apellido salga en conversaciones como referente y que la gente entienda de inmediato qué significa. Dicho esto, repetiré lo que digo siempre: mi vida no es tan agitada. Mientras todos andan por allí teniendo ‘noches muy Bret Easton Ellis’, lo cierto es que Bret Easton Ellis está en su casa, solo, viendo la televisión. Y, digámoslo, llorando con el final de Toy Story 3”.

Un cuarto de siglo después de aquel “año de ser odiado”, Ellis —quien nunca recibió o estuvo nominado para premio alguno— escribe poco, tuitea mucho (fue viral su alegría por la muerte de J. D. Salinger con ese “Party tonight!”), entra y sale del mundo del cine y de la televisión, sonríe enarcando una ceja cuando alguien le comenta que su alumno Chuck Palahniuk vende tanto más que el maestro, y cuando le preguntan en qué andaría hoy Patrick Bateman, aunque se niega a una secuela, responde: “Silicon Valley”.

Pero Patrick Bateman —como Tom Ripley o Norman Bates o Hannibal Lecter, otros entrepreneurs made in USA— tiene otros planes: ha sido película transgresora de Mary Harron (con una segunda parte muy trash, estrenada directamente en DVD, en la que Bateman muere en los primeros cinco minutos), action figure y proyecto de serie de televisión en la que aparecería con 50 años. Ahora mismo protagoniza un musical en Broadway con letra y música de Duncan Sheik en una ciudad, Nueva York, que para Ellis “es hoy como American Psycho con esteroides”.

Si hay justicia en un mundo injusto —con prosa y dicción que se las arregla para fundir lo mejor de Ernest Hemingway y Joan Didion y HAL 9000, y aún hoy vendiendo unos mil ejemplares al mes en EE UU—, falta menos para que American Psycho sea adoptado por la Library of America o la Modern Library.

Mientras tanto y hasta entonces, el disfraz de Patrick Bateman es, dicen, el ideal para todos aquellos a quienes no les gusta disfrazarse en Halloween, pero aún así… A saber, a conseguir, según orientan las páginas de moda masculina de la edición norteamericana de Esquire: camisa de Ermenegildo Zegna, corbata Isaia, tirantes de Brooks Brothers, gafas de Oliver Peoples, zapatos de Berluti y traje de Giorgio Armani. Total: 7.793 dólares.

Es un disfraz caro, de acuerdo; pero queda el consuelo de que accesorios imprescindibles como la sierra eléctrica portátil marca Poulan Pro y el impermeable Tingley para no mancharse y mojarse de rojo cuestan, apenas, 169 y 11 dólares respectivamente.

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