Por una cartografía del fracaso
Salvo que sea un pavo real, ningún escritor lúcido termina un libro creyendo que alcanzó por completo el objetivo deseado. También son respetables los libros incompletos, pero por lo general no son como el autor los había pensado. Está lleno de buenos libros en los que, aunque no suele saberse, el autor buscó un efecto concreto y no lo logró, quizás buscó una cima y se quedó en el camino. Todos esos desafíos no superados articulan una especie de callada derrota íntima, de fracaso interno que sólo puede conocer el autor y que no suele aflorar nunca fuera de su área de secreto.
Pero estaría bien que, prescindiendo del uso mezquino que harían de ese material los cuervos de turno, alguien intentara preguntarles a los mejores escritores en activo dónde creen que flaquea y retrocede su escritura, cómo imaginaron que sería su último libro cuando comenzaron a escribirlo, cuáles sus “grandes esperanzas” y a qué atribuyen que muchas de ellas no se hayan hecho realidad.
Si todos jugaran limpio —lo que ya sé que es mucho pedir— contaríamos de pronto con una cartografía del fracaso que sería de una utilidad incalculable para los propios creadores literarios, ya que accederían a un material que ahora solo aflora privadamente en esporádicas conversaciones nocturnas donde los escritores confiesan haber rematado mal sus libros, dándole de algún modo la razón a Delacroix que decía que siempre había que estropear un poco un cuadro para poder terminarlo.
Es curioso, pero cuando los escritores hablan así utilizan un lenguaje distinto de los críticos, a los que preocupa la tramoya o la fluidez de los diálogos, mientras que a los escritores les interesan los ajustes de cuentas con ellos mismos, es decir, plantearse, por ejemplo, si el lenguaje utilizado fue el adecuado para aquello que en verdad fue siempre lo único que les importó: que la comprometida revelación de su conciencia estuviera del todo presente en lo que trataron de comunicar.
Hoy en día parece que todo esté ya escrito, y sin embargo falta este mapa de confesiones de honrosos fracasos que, ampliando el panorama crítico desde dentro de la creación misma de literatura, ayudaría a los autores a contrastar problemas y a trabajar con mayor conocimiento del terreno. No se olvide que, como dijera o recordara Juan José Saer en su momento, El Quijote inaugura la moral del fracaso y termina con la epopeya, es decir, acaba con una filosofía de fondo que está de parte del triunfo, por mucho que el héroe muera (el caso del Cid, sin ir más lejos). Desde El Quijote en adelante, la moral del fracaso es la verdad ética, e incluso la verdad metafísica de los héroes de la novela moderna. A fin de cuentas, hay que aceptar el fracaso, sin rencor ni vergüenza, como prefiguración natural del destino. ¿O no ha dejado ya de ser el fracaso un accidente literario para ser un sinónimo de la literatura en general? En ese contexto, un valiente libro coral con una amplia cartografía del fracaso le haría dar a la literatura contemporánea un fascinante paso adelante.
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