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Adiós a un titán de la cultura
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Umberto Eco, Funes el memorioso

Se va un maestro en el arte de mirar, un hombre de dudoso gusto gastronómico, excelente contador de chistes no siempre refinados

Umberto Eco, en su casa en París en 2001.
Umberto Eco, en su casa en París en 2001.DANIEL MORDZINSKI

Al irme a enseñar en su casa, en una habitación cerrada con llave, alguno de sus incunables y sus últimas adquisiciones, Umberto Eco se detuvo ante una estantería de su inmensa biblioteca para enseñarme algunas ediciones preciosas de Finnegans Wake y un Ulises firmado por el propio James Joyce.

Al final de los años cincuenta, Eco trabajaba en la RAI de Milán dos pisos debajo del estudio de fonología musical que dirigía Luciano Berio (que le prestó el Curso de lingüística general de Saussure y nunca se lo devolvió, afirmaba con sonrisa pícara) y por donde pasaban Boulez, Pousseur, Maderna o Stockhausen.

Allí, “todo era un silbido de frecuencias, un ruido (y rumor) de ondas cuadradas y de sonidos blancos”. En casa de Berio, leían a Joyce y prepararon un experimento sonoro, una transmisión radiofónica de 40 minutos que comenzaba leyendo en varias lenguas el capítulo de las sirenas del Ulises, “una orgía de onomatopeyas y aliteraciones”.

Creo no equivocarme si sostengo que en Joyce se encuentra el gran tema que desarrollará a partir de Obra abierta, que le encargó Italo Calvino y que tuvo su primera traducción en España en la editorial Seix y Barral, recomendado por José Maria Valverde. Si su tesis sobre la estética de Tomás de Aquino le convirtió en un extraordinario conocedor del mundo medieval, al que dedicó tantísimos textos y en un celoso defensor del modus ponens (si p entonces q), el origen de toda su producción semiótica es Obra abierta. A diferencia de una fuga de Bach, obras de Boulez, de Stockhausen o del propio Berio “pueden ser interpretadas en mil modos diferentes sin que su irreproducible singularidad resulte alterada”. Así relacionaba el arte con el desorden, con la entropía, con la información. Con Obra abierta, decía, “estaba estudiando los derechos de los textos y los derechos de los intérpretes”.

Miró con los ojos de un Galeno, de un Hipócrates y, y sobre todo, de un Sherlock Holmes

Es normal que a raíz de estas consideraciones se ocupara tanto de los códigos, entendidos como sistema de reglas, cuanto del signo, “algo que está en lugar de otra cosa”. Ambos conceptos le convirtieron en el gran semiólogo que fue capaz con gran pasión de trabajar y mirar el mundo con los ojos de un Galeno, de un Hipócrates y, sobre todo, de un Sherlock Holmes. Siempre recordaba que detective venía de detection. No es necesario recordar a este respecto El nombre de la rosa, que convirtió en best seller un texto lleno de latinismos y totalmente semiótico; es decir, poblado de signos, de inferencias y de interpretaciones.

A medida que se desarrollaban sus investigaciones semióticas, Eco fue poniendo límites a la interpretación alejado de toda brizna de posmodernismo, ubicándose en una especie de realismo negativo, sosteniendo que “hay cosas que no se pueden decir”. Ante la afirmación de que no existen hechos sino solo interpretaciones, atribuida a Nietzsche, el italiano sostiene que incluso Nietzsche consideraría que el caballo que había besado en Turín existiese como hecho antes de que decidiese hacerlo objeto de sus excesos afectivos.

Fue un excelente profesor capaz de ensenar lógica modal como si estuviera narrando un 'western', un tipo verdaderamente divertido,

Ha sido capaz de indagar el modo en que Moctezuma fue capaz de definir a los caballos que llevaron los conquistadores y que no había visto y que sus emisarios definieron como si fueran ciervos. O cómo el ornitorrinco es muy extraño, ya que parece concebido para eludir cualquier clasificación científica o popular, ya que es “un animal cuyo cuerpo plano cubierto de pelaje marrón oscuro alcanza unos 50 centímetros de largo y unos dos kilogramos de peso, posee cola de castor y pico de pato de color azulado por arriba y rosa jaspeado por abajo; carece de cuello y de orejas, y sus cuatro patas acaban en cinco dedos palmeados, pero con garras; vive bajo el agua, donde se alimenta; la hembra pone huevos, pero amamanta a sus crías, aunque no se aprecian los pezones; por otra parte, en el macho no se ven los testículos, que son interiores”. Su afición por la clasificación, la taxonomía y la lista, que deriva también de Joyce, culminó en el vértigo de la lista.

En uno de los honoris causa que le concedieron cuatro universidades españolas, Eco estableció la diferencia entre la biblioteca de don Quijote, de la que el caballero andante salió para descubrir el mundo, y la biblioteca de Borges, de la que no es necesario salir.

También es normal que uno de sus conceptos fundamentales sea el de enciclopedia concebida como biblioteca de todas las bibliotecas. Su conocimiento fue enciclopédico con memoria prodigiosa —le llamábamos “Funes el memorioso”—, lleno de senderos que se bifurcan, lleno de laberintos. Siempre pletórico de ironía, amante de un lema de Boscoe Pertwee: “Hace tiempo estaba indeciso, pero ya no estoy tan seguro”.

Fue un excelente profesor capaz de enseñar lógica modal como si estuviera narrando un wéstern, un tipo verdaderamente divertido, un maestro en el arte de mirar, de dudoso gusto gastronómico, excelente contador de chistes no siempre refinados. De una generosidad extraordinaria y con un compromiso ético envidiable. Un amigo.

Jorge Lozano es catedrático de Teoría de la Información.

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