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ARCO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Irreverentes

Los artistas de América Latina han abierto nuevos diálogos con el arte de todas las latitudes renovando tradiciones y formas estéticas por caminos imprevistos.

'Habitación' (2010), obra de Cecilia Paredes.
'Habitación' (2010), obra de Cecilia Paredes.

Aunque llevamos años fatigando argumentos para dar el asunto por acabado, la cuestión no termina de saldarse: ¿deberíamos seguir hablando de “arte latinoamericano”? La identidad colectiva fue quizás estratégicamente oportuna a mediados del siglo XX para dar visibilidad a un arte relegado en los relatos maestros de los grandes centros, y quizás lo siga siendo para la geopolítica, la economía regional y para tender lazos entre las instituciones artísticas del continente. Pero los esencialismos nunca nos llevaron muy lejos en las consideraciones estéticas y estimularon más bien estereotipos reductores. Al arte y la literatura de América Latina le correspondieron durante mucho tiempo el lugar de la maravilla naturalizada, la política crispada o la violencia ingénita, variedades más o menos solapadas de la mirada colonial que, por increíble que parezca, aún perduran en versiones cosméticamente remozadas. Si ya entonces la América que aparecía en el arte era mucho más facetada, hoy es francamente irreductible a tres o cuatro rasgos, y por tanto a un colectivo que aplane las diferencias y normalice las singularidades.

Cierto que el mundo globalizado ha dinamizado los flujos culturales y muchos artistas de América Latina brillan hoy con luz propia en el arte contemporáneo, pero la recomposición del relato global enfrenta ahora otros riesgos que los colectivos no hacen sino estimular: un nuevo universalismo que opera por mera yuxtaposición, un nuevo exotismo que colecciona y mercantiliza fetiches del Otro y sus diferencias, un multiculturalismo desvaído que lava las conciencias de las instituciones y enmascara la inclusión condescendiente. Entretanto, sin embargo, con una irreverencia que bien podría reunirlos, los artistas de América Latina han abierto nuevos diálogos con el arte de todas las latitudes, traficando con visiones locales, renovando tradiciones y formas estéticas por caminos imprevistos.

Nuestros relatos críticos deberían incluirlos sin más distinciones que las que imponen sus propias obras en el relato más amplio del arte del presente. “Debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo”, decía Borges en los cincuenta. “Podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”. El desafío no es nuevo, pero cabe relanzarlo con vistas a una verdadera mundialización de los relatos escritos al sesgo desde Latinoamérica, sin anteponer el carnet de identidad y sin que el sesgo limite el espectro de la mirada. Como el arte del resto del mundo en el siglo XXI, el de los artistas de América es ancho y variado, ajeno ya a la dialéctica de los neos y los posts. Puede obstinarse en los límites de la pintura sin salir del plano por caminos impensados o explorar formatos abiertos que se nutren del colapso de los medios específicos en instalaciones, paseos, performances, reinvenciones del vídeo o la escultura.

Pero intentemos, a riesgo de perseverar en el esencialismo, ver si hay algo que todavía podría reunir a los artistas del continente. La escasa fe en el progreso de una modernidad nunca alcanzada los ha hecho quizás más sensibles a la entropía, a la tensión entre el mundo natural y la cultura que lo transforma, y a las constelaciones de restos del paisaje posindustrial, mucho antes de que las nuevas filosofías del “materialismo especulativo” postularan la “democracia de los objetos”. Saben que las distancias geográficas, sociales y culturales no se allanan fácilmente con la aplanadora cronológica del tiempo único, y contribuyen a salir de la monocronía forzada del mundo globalizado con las peculiaridades de sus propios meridianos culturales. La veteranía en crisis sociales y políticas, se diría, los ha hecho más sutiles para imaginar nuevas relaciones del arte con la política, más versátiles y más imaginativos para intentar recomponer el mundo con los despojos del nuestro.

Graciela Speranza es crítica y profesora, autora de Atlas portátil de América Latina.

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