El proyecto de Joaquín Casariego
Fue profesor en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en Harvard, en Caracas, en Fráncfort y en Filadelfia
La naturaleza humana del insular genera, entre otras actitudes, la ansiedad de ver el mundo para contarlo, o para contribuir a hacerlo. El ingeniero Agustín de Bethencourt se fue del Puerto de la Cruz a la Rusia de los zares y se hizo imprescindible en la historia de San Petersburgo, por ejemplo. Joaquín Casariego, que murió el pasado lunes en Tafira (Gran Canaria), forma parte de esa estirpe de isleños que, como decía Samuel Beckett, que era irlandés, se sienten viajeros siempre, pero su destino final es en verdad la isla, el terruño, la patria chica rodeada de agua por todas partes.
Joaquín era arquitecto, hizo o rehabilitó edificios, se ocupó de las costas isleñas, enseñó en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, convirtió su estudio, que fundó en 1984 con su esposa, Elsa Guerra, en un núcleo de estudio del planeamiento insular, de cualquiera de las islas, y escribió y polemizó sobre algunas de las cuestiones que los canarios de todas las generaciones nos empeñamos en dejar pendientes hasta que pasen las ventoleras. Y las ventoleras nunca pasan. Por ejemplo, su obsesión sobre el respeto de las costas no se quedó en la polémica de los diarios, sino que la asumió, como profesor y como trabajador del planeamiento, ofreciendo soluciones que no se quedaron jamás tan solo en el ámbito de lo teórico. Era, por decirlo así, un hombre de acción, que es una definición que en el mundo que no nos conoce parece contradictoria con el tópico tan usado de nuestro aplatanamiento.
Desde ese anclaje tan insular, y tan beckettiano, Joaquín voló a otras latitudes; fue profesor en Harvard, en Caracas, en Fráncfort y en Filadelfia; te hablaba, siempre con ese ceño fruncido del canario que no deja que las obsesiones se las lleve la juerga, de lo que pensaba para un trabajo en Vietnam igual que de lo que quería hacer, con Elsa siempre, para mejorar la costa tinerfeña o cualquiera de los lugares asimismo pendientes de revisión de Gran Canaria.
Su dedicación profesional era la esencia de su conversación; cuando vino a Madrid a presentar (con su colega Juan Miguel Hernández de León) su libro último, El proyecto Aaiún, Casariego no solo expuso lo que había hallado en su exploración del planeamiento que hizo singular esa población sahariana que fue española, sino que relacionó aquel lugar con otros planeamientos de lugares desérticos, e incluso trajo al conocimiento de sus oyentes la relación que tienen esas casas con el arte contemporáneo.
Esa noche en que Joaquín presentaba el libro, el año pasado, en el Círculo de Bellas Artes, ya estaba tocado por la enfermedad larga que luego terminó con su vida, a los 68 años. Había sido un hombre con la mirada divertida, como dice Juan Cueto de la visión de las personas que siempre tienen entre manos un proyecto y este forma parte de la metáfora de su vida, de su amor por la vida. De alguna manera él había sentido que el tiempo se iba acabando, y eso lo sumió, al menos para los que lo conocíamos, en cierto abismo de melancolía. Elsa nos contó, el día en que lo estábamos velando, que poco antes de morir fueron a verlo algunos amigos, y que él despertó de pronto, y los amigos lo hicieron reír con andanzas viejas. Como si se hubiera abierto una luz, como cuando él y Elsa hablaban, junto al mar de las islas, de la puesta en marcha de algún proyecto en tierras remotas, en Vietnam, por ejemplo. Esa luz que lo despertó entonces es la que había en la mirada de Joaquín, y estuvo otra vez en sus ojos cuando ya el abismo final le resultó insalvable.
Babelia
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