Libretas amarillas para un museo
Si un día se hiciera un museo Carmen Balcells sería inexcusable que ahí estuvieran sus libretas amarillas, el memorándum de sus pesadumbres
Era una mujer ordenada que además te ordenaba los asuntos y la vida. Te ordenaba que no fueras un adolescente o que le buscaras un teléfono que ella no usaría jamás, por el placer de ponerte a trabajar. Si un día se hiciera un museo Carmen Balcells sería inexcusable que ahí estuvieran sus libretas amarillas, el memorándum de sus pesadumbres; anotaba las cosas que había dejado de hacer, pero que haría algún día. Quería ser ministra (de Justicia), pero podría haber sido también perfecta para subsecretaria. En esas libretas guardaba los secretos de otros, no los suyos, que los llevaba en la memoria en el alma; quizá estos secretos suyos la pusieron a llorar, abiertamente, cuando dejaba de entender las cosas. Cuando se recuperaba del llanto (al que aludieron, en sus dedicatorias, Gabo y Sampedro, por ejemplo) seguía trabajando como si nunca se hubiera dejado vencer por el sentimiento.
No era una mujer fría, pero cuando tenía delante un negocio era implacable, no te perdonaba una sugerencia a destiempo ni te toleraba una noticia que le afectara y que no estuviera completa. Hacía llamadas a larga distancia tan solo para contar un sueño o para que se lo recordaras. Llenó la vida ajena de flores y regalos, y no sé si fue muy correspondida. Era reservada como una caja fuerte. Si esas libretas amarillas estuvieran un día expuestas al público en el hipotético museo Carmen Balcells la gente no encontraría sino ecuaciones, títulos de libros recomendables, recordatorios de la vida ajena. Los asuntos propios, los secretos ajenos, estaban en su memoria asociativa y peligrosa, como la de un ajedrecista del negocio de la literatura, por cuyas grietas tantas veces lloraba. El acorazado Balcells estaba lleno de secretos que tampoco figuraban en las libretas amarillas, autorretrato íntimo de una mujer grande.
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