Muere Pierre Boulez, uno de los grandes músicos del siglo XX
El compositor y director francés, revolucionario de la música clásica, falleció a los 90 años en su casa de Alemania
La muerte ha alcanzado a uno de los más grandes nombres de la cultura del siglo XX: Pierre Boulez. Le han faltado solo dos meses para alcanzar los 91 años, pero lo esencial de su leyenda se sitúa en el siglo XX, el siglo moderno. Había nacido en la localidad francesa de Montbrison el 26 de marzo de 1925 y falleció el martes en la ciudad alemana de Baden-Baden, donde mantenía su residencia desde los años sesenta.
Pese a ello, Pierre Boulez ha sobrevivido a la casi totalidad de sus compañeros de aventura en la conformación de la música de vanguardia. Karlheinz Stockhausen había fallecido en 2007; Luigi Nono, en 1990; Luciano Berio, en 2003; y György Ligeti, en 2006. Era, pues, el último de la brillante generación de Darmstadt, nombre de la ciudad alemana en la que se probaron los jóvenes de la posguerra en un Festival acogedor para la revuelta e irrepetible en nuestros días.
Para quienes sabían de la mala salud del compositor y director —en la entrega de los Premios Fronteras de Conocimiento de la Fundación BBVA de 2014 quedó evidenciado su deterioro físico— el balance parecía ya establecido pero sus seguidores seguían temiendo el punto final de este gigante de la modernidad. Con él desaparece el último vanguardista musical del siglo XX.
A la hora del balance queda claro que su reputación en la historia se construirá sobre la composición. Su hercúlea carrera como director de orquesta, su omnipresencia en la creación y gestión de instituciones musicales, su afilado carácter como polemista y ensayista, sus controversias, no pocas veces ácidas, y en fin, la espuma de su temperamento creador dejarán paso a una reputación que se reservará a lo que siempre queda y atraviesa el tiempo: su música.
Esta música tuvo un arranque fulgurante: ya a los 20 años, Pierre Boulez lanza al rostro de los acomodaticios una Sonatina para flauta que aún hoy cuesta digerir (en el homenaje que le brindó el Círculo de Bellas Artes de Madrid hace pocos años al concederle su Medalla de Oro se interpretó esa composición, y su autor habló del ambiente del Conservatorio de París en aquella ciudad recién liberada de la ocupación nazi: “No se hace usted idea de lo que era aquello”).
Su primer y gran desafío consistió en convertir el procedimiento de la serie dodecafónica schoenbergiana en un modelo general. Para ello partió de los análisis rítmicos de Messiaen a partir de La consagración de la primavera, de Stravinsky. Luego, siguió sus intuiciones, y todas ellas le llevaron hacia una síntesis que cuadraba sólidamente con el estructuralismo imperante en el entorno cultural francés. Pero los modelos fríos y esquemáticos le disgustaban hasta que al fin concibió una obra determinante: Le marteau sans maître, a partir de los poemas de René Char y con unas sonoridades que evocaban desde el gamelangindonesio hasta la ductilidad rítmica de los ragas de la India. Los años cincuenta aún no habían llegado a su mitad y la música de vanguardia había encontrado su canon.
La superación de esa obra maestra llegó a través de las enseñanzas del pintor Paul Klee, cuyas lecciones de la Bauhaus devoraron tanto Boulez como Stockhausen. Y, cuando su obra se encaminaba hacia la perfección, llegó la pausa, argumentada por la tremenda dedicación a su triunfante carrera como director orquestal y como gestor básico del modelo francés (creación del Ensemble Intercontemporain; del IRCAM, otra paradoja, él que desconfiaba de la electrónica, al frente del gran laboratorio hermano del Centro Pompidou; la Ópera de la Bastilla, la Cité de la Musique, recientísimamente, el nuevo Auditorio de esta misma Cité, rebautizada como Philharmonie Paris…).
En suma, su actividad casi incansable durante setenta años de oficio comienza desde ya a enmarcarse en esas apenas tres décadas de creación compositiva a partir del año cero de su muerte. Una historia con un fuerte olor a posguerra, a furia creadora existencialista y a pasión por establecer sólidas redes estructurales en el lenguaje musical de una Europa joven y huérfana a causa de la temible II Guerra Mundial, que hermanó el pensamiento alemán con el francés como nunca se había visto. Y Boulez fue su adalid. Quizá el siglo XXI, que ya no tiene más remedio que nacer, vea todo esto de manera algo borrosa y puede que incomprensible. Pero la historia futura y los oídos mejor educados harán justicia a una música digna de la conquista del espacio y de las generaciones que lo soñaron.
Babelia
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