Pío Caro Baroja, custodio de la memoria familiar
Las obras del director y etnógrafo vasco son una guía imprescindible para conocer la historia íntima de la saga de los Baroja
Fue ese niño travieso que en la casa de Itzea, en plena Guerra Civil, preocupaba a su hermano Julio, tan sensato, que ya tenía 22 años y al que esperaba un brillante porvenir, aunque no sabía muy bien dónde. Un día al muchacho le raparon la cabeza unos falangistas; puede que fuera lo menos que podía haberle pasado al sobrino de Pío Baroja, un novelista nefando que andaba refugiado en París, que también era hijo de un antiguo editor liberal, Rafael Caro Raggio (que permanecía involuntariamente en el Madrid republicano), y de una madre, Carmen Baroja, que había sido activa socia del Lyceum Club feminista.
El grupo familiar reanudó sus vidas en junio de 1940, en un piso de la calle de Ruiz de Alarcón, que convirtieron en refugio de su modo de pensar y vivir. El joven Pío fue siempre impaciente y en 1953 emigró a México. Volvió en 1956, el año de la muerte de su tío, y trajo de allí la impresión de sus encuentros con los exiliados españoles, el hallazgo de una vida más amplia y más libre (que más tarde reflejó en un par de novelas) y los conocimientos de cinematografía que, ya en su país, le hicieron uno de los más importantes documentalistas de la historia del cine español. Y en México, al poco de llegar, publicó un testimonio, La soledad de Pío Baroja (1953; lo reeditó en 1990), que sigue siendo el más conmovedor y amargo retrato del escritor en su posguerra.
Hay muchos motivos para echar de menos a Pío Caro Baroja (1928-2015). Los que nos hemos dedicado en algún momento a estudiar la obra de su tío recordaremos siempre la hospitalidad generosa (de Pío Caro y Josefina Jaureguialzo) y la naturalidad con la que heredó de su hermano Julio la condición de custodio de la memoria familiar y contribuyó al milagro que es la preservación de Itzea, la casona de Bera de Bidasoa, que Baroja había adquirido en 1912. En ella todos los Baroja pusieron algo de sí: lo que habían heredado de sus parientes, lo que compraban (y apañaban por sí mismos) en algún anticuario, los libros que Pío Baroja adquiría a diario y los cuadros que Ricardo pintaba los veranos. Es una “casa de artistas” que carece de énfasis conmemorativo o profesional: es heteróclita y hasta un poco arbitraria, pero, a la vez, resulta comedida y exquisita; es como un museo hecho para vivir y en el que cada cosa tiene lugar y sentido. No hay mejor vademécum para conocerla que el Itinerario sentimental (Guía de Itzea) (1997) que Pío Caro Baroja escribió, como no hay más imprescindible repertorio bibliográfico que su Guía de Pío Baroja. El mundo barojiano (1987).
Pío Caro escribió también la mejor biografía de su tío pintor y grabador, Imagen y derrotero de Ricardo Baroja (1987), y hace poco, una divertida memoria del patriarca familiar, ingeniero aficionado a las letras y la música: Un abuelo fantástico. Vida y obra de Serafín Baroja (2009). Y con los años, la condición de albacea se fue convirtiendo en una segunda naturaleza. Incluso su libro más cercano a unas memorias personales, el inclasificable y cautivador La barca de Caronte (Epístolas para la otra orilla) (1998), es una colección de cartas dirigidas a los contertulios madrileños de su tío, a los amigos vascos de la familia, a los exiliados que conoció en México, a sus “maestros” literarios y, por último, a la parte de su familia ya desaparecida. En el precioso Epílogo, el autor sueña que tres amigos de entonces (León Felipe, Francisco Pina y Simón Otaola) han vuelto del más allá para traerle las respuestas a aquellas cartas. Y en una de estas ha reconocido la letra de su madre. “Las llevé a mi pecho —concluye— pensando que aquello que guardaba era lo que quedaba de otras vidas, de nuestras vidas”. Pocos pueden decir que hayan sido tan fieles y emocionados depositarios.
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