Luis Javier Moreno, el poeta excesivo
Galardonado con el Gil de Biedma, el Rafael Alberti o el Antonio Machado, entre otros, publicó la mayor parte de su obra en sellos marginales
Luis Javier Moreno hablaba de la miserable condición de la poesía como género maldito. Y, pese a todo, dedicó a la poesía toda una vida de esfuerzos tenaces, desde sus años juveniles hasta el último aliento. Había nacido en Segovia en 1946 y tuvo en el profesor y poeta claretiano Jesús Tomé a su primer maestro. En Salamanca, donde estudiaría Filología Románica, al lado de su amigo Aníbal Núñez, depuraría su estilo irónico y cultísimo. Profesor de bachillerato en Cádiz, trenzó en su breve estancia una amistad firme con Quiñones, Caballero Bonald, Ana Rosetti, José Ramón Ripoll o Jesús Fernández Palacios. Volvió a Segovia, de donde solo saldría para acudir como becado al International Writing Program de la Universidad de Iowa, en 1985 y 1987, que aportaría un toque definitivo a su estilo conversacional y divagatorio bajo la influencia de Robert Lowell y Theodore Roethke, poetas que puso al alcance de los lectores españoles como antes lo hiciera con las Odas de Horacio.
Galardonado con el Gil de Biedma, el Rafael Alberti o el Antonio Machado, entre otros, en realidad se presentaba a los premios para vaciar sus cajones y con el propósito de publicar su obra en editoriales de campanillas como Visor o Hiperión. La mayor parte de sus libros apareció en sellos marginales.
Angélica Tanarro, José Antonio Abella o Paco Otero, compañeros de La Tertulia de los Martes, compartimos con él 30 años de actividad literaria al lado de los grandes escritores, generalmente narradores y poetas. Disfrutamos de su verbo expansivo, de su memoria puntillosa, al lado de invitados como Benet, Umbral, Martín Gaite, Ángel González, Carlos Casares o Antonio Pereira. Era desbordante y con frecuencia provocador. Su casa de cuatro alturas era una biblioteca caótica donde, además de libros, coleccionaba pinturas de los amigos con los que solía colaborar en los catálogos de sus exposiciones: Zacarías González, Ángel Cristóbal, Mon Montoya, Eloísa Sanz o Hernán Cortés o Amadeo Olmos. Además de libros y cuadros se amontonaban en los estantes, arrumbados por el peso, discos, postales, sellos y cartas, miles y miles de cartas de amigos como Gustavo Martín Garzo, Esperanza Ortega, Óscar Esquivias o Tomás Sánchez Santiago, porque las cartas eran otra de sus obsesiones, tras negarse a entrar en el mundo digital. Incluso mantenía correspondencia con los amigos con los que se veía cada semana en la tertulia. “Le recuerdo, le dijo al pintor Jesús G. de la Torre, al levantarse de la mesa, que me debe carta”.
Bebedor inmoderado de cerveza, los amigos asistíamos con asombro al trasiego de las birras enormes que aguzaban su lengua. Poeta desmesurado y ciudadano desbordante, echaremos de menos su gusto por el bien contar y el diestro manejo del refranero con el que salpicaba las conversaciones, por más que nos quede el consuelo de sus poemas y diarios. El último, a punto de salir en Eolas, una esforzada editorial leonesa.
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